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Mar 20, 2023
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Transhumanismo: el intento de reducir la humanidad a un algoritmo

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Una crítica a los valores de perfectibilidad y funcionalidad

En los últimos treinta años la humanidad ha experimentado un crecimiento inusitado en el campo tecnológico. Silicon Valley[2] se ha convertido no solo en el emplazamiento geográfico en donde se encuentran las mayores empresas tecnológicas a nivel mundial, sino también en el espíritu en vías de colonizar el mundo en forma de ecosistemas digitales y de empresas start-up[3] (Sadin, 2018). Lo que comenzó con el objetivo de “mejorar” ciertas experiencias de la vida cotidiana a través de aplicaciones (apps), actualmente se predispone a “superar los límites naturales mediante el mejoramiento tecnológico del ser humano y, eventualmente, la separación de la mente del cuerpo biológico” (Galliano, 2019: 1), dando lugar, así, al movimiento tecno-filosófico denominado transhumanismo.

Este movimiento se presenta como un intento de transformar radicalmente nuestra especie con el fin de generar una especie posthumana. Según los transhumanistas, esta búsqueda de dar nacimiento a un ser humano con capacidades físicas e intelectuales mejoradas se podrá realizar de diferentes maneras, pero siempre mediante el uso de la tecnología (Harari, 2016: 384): sea desde la integración del ser humano con la máquina; sea creando cyborgs o alojando nuestra mente directamente en ellas; hasta mejorando nuestras capacidades biológicas mediante medicamentos, pasando por alterar nuestros genes desde el origen. Según esta perspectiva, se iniciaría la etapa en la que el ser humano toma el control de su propia evolución. (Diéguez, 2016:155).

En gran parte, este proyecto se está llevando a cabo y, actualmente, nos encontramos frente a una encrucijada con respecto a lo que define nuestra humanidad. Vemos cada día el impacto que las nuevas tecnologías tienen sobre el cuerpo humano: corazones artificiales, prótesis, objetos inteligentes conectados a Internet, etc. La tecnología, ya omnipresente y universal, nos otorga la sensación[4]de empoderamiento, prolonga nuestro cuerpo, le suma nuevos sentidos; ha borrado nuestros límites corporales, pero, ¿puede hacer de nosotros un superhumano? ¿Puede la humanidad fusionarse con la máquina? Todos somos afectados por el nuevo status de la realidad, por eso estos intentos de imaginar y diseñar un futuro de estas características nos interpelan.

Del otro lado, nos encontramos con filósofos como Franco Berardi (2019) que se cuestionan si podemos reducir totalmente el mundo humano a leyes del mundo computacional. Desde ya su respuesta es que no, ya que en ese caso habría un gran malentendido en el significado de lo “humano”. Pero, aunque fuera técnicamente posible, no involucra que sea socialmente viable o incluso deseable. Sobre todo, teniendo en cuenta que las aguas están sumamente divididas en lo que se refiere a los efectos de la tecnología sobre nosotros. Cabe la posibilidad de que los adelantos tecnológicos que estamos utilizando y utilizaremos en el futuro no sean las herramientas maravillosas que alguna vez soñamos. Los transhumanistas están convencidos de que todo en la vida es un sistema operativo, pero esto reduciría notablemente la cuestión a que todos nuestros problemas son técnicos o biológicos, cuando sabemos que socialmente nos queda mucho por hacer. Por ejemplo, tenemos conocimiento de que temas como el racismo o la violencia social no han sido erradicados de nuestras comunidades.

Para Berardi, sería imposible reducir la vida consciente a la inteligencia artificial, nos llevaría a separar la inteligencia de la conciencia, y suprimiría así la lentitud, la sensibilidad[5] y lo imperfecto, borrando la diferencia y dejando vivo solo lo funcional. Pero, además, ¿cuáles serían las consecuencias sociales de la inmortalidad? ¿Qué pasaría con los sectores más pobres de la sociedad? ¿Viviríamos en las mismas ciudades? ¿Cómo sería la escuela? Preguntas que los transhumanistas obvian responder y que nos lleva a dudar sobre la responsabilidad de la realidad que intentan imponer.

En este artículo nos propondremos aportar las claves para comprender los postulados transhumanistas y ver en qué medida sería posible y beneficioso para la sociedad una humanidad intervenida completamente por algoritmos.

I

La relación entre la tecnología y el ser humano se ha visto tematizada en numerosas obras del mundo literario, cinematográfico y televisivo. La ciencia ficción podría considerarse un dispositivo literario de almacenamiento de los sueños más vívidos y las fantasías más oscuras de la humanidad. No sabríamos precisar con exactitud cuánto hay de “predicción” y cuánto de “construcción” en la materialidad que plasma esos futuros, pero son vastos los casos en los que escenas pertenecientes a estas distopías se han convertido en realidad y parte de la vida cotidiana. Sin ir más lejos, podemos mencionar algunos casos emblemáticos, como la obra de Julio Verne, De la tierra a la Luna (1895), en la que narra una expedición a dicho satélite realizada por tres estadounidenses en una nave espacial; o el film Metrópolis (1927) de Fritz Lang, en el que aparece una de las primeras referencias a la videollamada. Los ejemplos son prácticamente infinitos.

Tres series que aparecieron en el último tiempo tratan la transhumanidad o exploran las imágenes de ese futuro posthumano: Black Mirror[6](2011) lo hizo con capítulos como “San Junipero”[7] o “Ahora mismo vuelvo”[8] en los que narra la posibilidad de descargar nuestra conciencia, luego de morir, en entornos virtuales o en cuerpos biónicos. En Westworld[9] (2016), una compañía ha creado un parque de atracciones con temática del lejano oeste en el que androides viven diferentes aventuras y los seres humanos, llamados “invitados” pueden entrar y cumplir sus fantasías más salvajes. El desarrollo de la tecnología es tan avanzado que no se puede distinguir entre un androide y un humano, salvo por el hecho de que los androides pueden ser reconectados a la vida cuando son aniquilados y los humanos, no. El giro narrativo se despliega cuando los androides se dan cuenta de que están siendo “explotados” por los humanos y se revelan contra ellos con la consigna de querer vivir sus propias vidas[10]. Por último, Years and Years[11] (2019), quizás la más cercana en tiempo y espacio a nuestra actualidad, ya que la historia inicia en 2019 y recorre los posteriores 15 años de la familia Lyons. Allí la temática es encarnada por la hija del matrimonio Lyons, una adolescente que quiere abandonar su cuerpo y fusionarse con la tecnología, debido a que su cuerpo humano, tal como es, le parece “obsoleto y la entorpece”.

La diferencia entre estos casos y los mencionados en el inicio de este apartado parece radicar en que actualmente el campo tecnológico estaría casi a la par de la imaginación futurista, ya que los contenidos de ciencia ficción invocan más nuestro presente que futuros lejanos y difíciles de imaginar. De hecho, se podría decir que es esa inquietante cercanía la que nos atrae a este tipo de contenidos. Contamos con casos que han sentado precedentes como el de Neil Harbisson, el primer cyborg declarado por un gobierno (el británico), quien tiene implantada una antena conectada a su cerebro que le permite identificar los colores debido a una particularidad congénita en su visión que lo hace ver en escalas de grises; esa misma antena, entre otras cosas, le permite estar conectado a Internet y sacar fotos; o Fabrice Barès, quien pudo recuperar su mano derecha a través de una mano biónica[12], permitiendo transmitir a los nervios del brazo amputado toda la variedad de percepciones que habrían recibido los receptores nerviosos en base al tacto. También, hay que mencionar los adelantos realizados en el campo de la Inteligencia Artificial (IA); en 2017 DeepMind la empresa de IA adquirida por Google en 2014 anunció[13] el descubrimiento de AlphaZero, un algoritmo de aprendizaje automático que logró dominar no solo el ajedrez, sino también el shogi (ajedrez japonés), y el Go (Wei-qi o ajedrez chino); o el sistema Watson creado por IBM, que radica en una mejora sustancial en el aprendizaje en redes neuronales artificiales que otorga la mayor potencia de cálculo en computadoras (Dieguez, 2016:161).

Si bien no hemos llegado como humanidad al objetivo transhumanista, que es básicamente vencer la muerte y llegar a la máxima eficiencia, lo cierto es que la fusión entre el ser humano y la tecnología está aconteciendo progresivamente. Frente a este cuadro de situación es interesante observar las implicancias de estos avances tecnológicos desde la perspectiva de Harari, que postula que para el tecnohumanismo el Homo Sapiens ha llegado a su fin y no será relevante en un futuro donde la tecnología dará nacimiento a un humano superador (2016:384): el Homo Deus, quien contará con capacidades físicas y mentales optimizadas, por medio de las cuales podrá configurar su autonomía, incluso en un medio hostil, regido por algoritmos no conscientes ultra sofisticados.

II

Ahora bien, este movimiento futurista que se consolida como potencia filosófica transhumanista cuenta con un interesante comité compuesto por CEO’s y directores de grandes empresas de Internet y de administración de datos, quienes encuentran que la tecnología y su desarrollo indefinido cambiarán sustancialmente para mejor nuestra vida en todos sus aspectos. Éric Sadin en su libro La Siliconización del mundo (2018) menciona entre los principales representantes e inversores a Zoltan Istvan, un periodista estadounidense de origen húngaro, fundador y representante del partido Transhumanista en Estados Unidos, partido con el que corrió en las elecciones presidenciales del 2016; Dmitry Itskov, un empresario multimillonario, que invierte inmensas sumas en investigaciones en este campo; Peter Thiel, fundador de PayPal y Ray Kurzweil, director de Ingeniería de Google y reconocido por su libro Singularity is near (2005). Todos pertenecientes a la tecno-elite californiana.

En el caso de Istvan, las fotos de la campaña presidencial de 2016 (este año vuelve a presentarse a elecciones) muestran a un hombre que encarna el estereotipo estadounidense: alto, musculoso, blanco, cabello rubio y ojos azules. Un periodista en una nota para la BBC lo describe como “la encarnación física del sueño utópico tecnológico, californiano, libertario […], los ideales del movimiento transhumanista hechos carne”[14] [Trad. de las versiones en inglés y francés propia]. Fue en Vietnam, en uno de sus trabajos para la National Geographic sobre la tarea de los bomb diggers (personas que desentierran bombas sin explotar), que Istvan casi pierde su vida al pararse arriba de una antigua bomba. Luego de esa experiencia límite, decide declararle la guerra a la muerte y abocarse completamente a alcanzar la inmortalidad para sí y para el mundo. Como candidato es consciente que no tiene chances de ganar las elecciones (al menos no por ahora), pero sí tiene en claro que es el camino para poner en la agenda de los Estados Unidos (y del mundo) las consignas transhumanistas y unir gente a la causa. Es tal la creencia de Istvan en la tecnología que en la misma entrevista citada anteriormente declara que está a favor de que una inteligencia artificial se convierta en presidente algún día: “Si tuviéramos una entidad verdaderamente altruista, que persiguiera los mejores intereses de la sociedad, tal vez renunciar a algunas libertades sería beneficioso, si eso fuera lo mejor para todos”[15]. Cabría preguntar cuáles serían para Itsvan “lo mejores intereses para la sociedad” y a quienes se refiere cuando menciona “todos”.

Dmitry Itskov es un multimillonario ruso de 32 años, que amasó su fortuna creando una compañía de medios online llamada New Media Stars, pero que en realidad se volvió conocido por fundar otra compañía: Iniciativa 2045[16]. Esta organización sin fines de lucro está dedicada a investigar sobre la extensión de la vida humana, haciendo foco en “la emulación cerebral y la robótica para crear cyborgs”, es decir que el objetivo es cargar el contenido de un cerebro humano, con todos los detalles de la conciencia y la personalidad, a prototipos robóticos. El nombre de la organización refiere a que para ese año, 2045, este proyecto debería completarse. Esta iniciativa más que ser un buen negocio, parece ser una de las utopías más ambiciosas y filantrópicas del mundo, ya que, con la creación de estos cyborgs, Itskov pretende acabar con el hambre mundial y dar inicio a una etapa “más espiritual y pacífica” del mundo, ya que, según el multimillonario ruso, “una máquina necesita mantenimiento, pero no comida, de esta manera, la gente dejaría de preocuparse por las pequeñas ansiedades del día a día.”[17]

Peter Thiel es otro de los grandes inversores de esta cruzada contra la muerte. Apoya una gama amplia de experimentos para vencerla: desde la criogenia, a la investigación genética y la transfusión de sangre jóven.[18] Cree que el libertarismo es el mayor de los bienes, es por eso que busca liberar al ser humano de todo, incluida su propia muerte: “Estoy en contra de los impuestos confiscatorios, los colectivos totalitarios y la ideología de la inevitabilidad de la muerte de cada individuo.”[19]

Por último, Ray Kurzweil, que en su libro Singularity is near (2005), mencionado anteriormente, augura que debido al ritmo exponencial[20] en el que se desarrolla la tecnología, para el 2029 la IA alcanzará pasar el Test de Turing[21] revelándose como realmente inteligente, y para el 2045, ya nos podremos fusionar con ella alcanzando la Singularidad[22]En una de sus charlas TED de 2014[23], lo explica muy bien: dentro de 10 años nuestras mentes podrán conectarse directamente “a la nube”, a través de nanorobots que recorrerán nuestros vasos sanguíneos controlando nuestra salud y llevarán nuestro neocórtex (es decir las áreas más evolucionadas de nuestros cerebros) hasta los servidores de Internet, de esta manera daremos inicio al pensamiento híbrido.

En esta cartografía del sueño transhumano también encontramos centros de investigación en los que se invierten grandes sumas de dinero con el objetivo de “curar” la vejez y superar todo límite humano a través de la tecnología y la biomedicina. Entre las más conocidas figuran SENS Research Foundation[24] (Strategies for Engineered Negligible Senescence), una ONG fundada por el gerontólogo y biomédico Aubrey de Grey; Calico[25] (California Life Company), una empresa de biotecnología creada por Sergey Brin y Larry Page, fundadores de Google, y Longevity Fund[26] creada por Laura Deming, una capitalista de riesgo de 26 años que invierte principalmente en compañías focalizadas en extensión de la vida. Con equipos multidisciplinarios que involucran desde científicos, ingenieros en informática hasta desarrolladores de negocios, estas compañías se presentan en sus sitios como cualquier otra compañía tecnológica explicitando de manera sintética sus objetivos y, casi nula, la forma en que llevan a cabo sus procedimientos que involucran nada más ni nada menos la manipulación genética y la intervención tecnológica del cuerpo humano.

Figura 6. Mike Winkelmann, “Awaken giant” [El despertar del gigante], Everyday archives

III

El sueño por la vida eterna tampoco es una temática nueva en nuestra historia, muchos han querido conquistarlo desde la Antigüedad. En nuestra actualidad se intenta alcanzarlo a través de la tecnología con la creencia definitiva y casi teleológica que ésta nos mejorará y hará inmortales.

Como hemos visto, el movimiento transhumanista, a veces llamado H+, abarca un amplio espectro de posiciones y creencias, aunque todas coinciden en el objetivo último: la inmortalidad y la eficiencia. Hay quienes piensan que hay que abandonar la condición humana por completo, dejar atrás la naturaleza para mejorar cada uno de sus “defectos”, tal como expresa el filósofo y futurólogo Max More en una carta dirigida a la Madre Naturaleza[27] indicando todas sus “limitaciones” y prácticamente presentando su renuncia como humano, y quienes presentan una visión más moderada, como Ray Kurzweil, planteando que la Singularidad, en realidad, es un proyecto humano debido a que es parte de nuestra naturaleza trascender las limitaciones físicas y mentales, pero con la diferencia de que ya no cargaremos con “el lastre idiota del spleen, la envidia, la indignación, la búsqueda de status y tantas otras ideas de mierda que interfieren en nuestra creatividad e inteligencia” (Galliano, 2019).

Dentro de estas posiciones, también encontramos cierta libertad morfológica en la elección de soportes físicos y hasta la posibilidad de que no haya ninguno y así poder “expandir [nuestro] software cerebral hasta que no haya nada fuera de él y pasear por el cosmos eternamente” (Galliano, 2019). Esta expansión nos abriría la posibilidad de experimentar nuevas categorías espacio-temporales, es decir que nuestro entorno también se vería transformado. Nuestras ciudades, tal y como las conocemos, serían completamente obsoletas para la circulación transhumana.

Desde los años 90’s las grandes compañías tecnológicas sueñan con ciudades inteligentes, usualmente llamadas smart cities. Ciudades que, gracias al empleo de la tecnología y sobre la base de compartir datos constantemente, lograrían, entre algunos de sus objetivos, la automatización del funcionamiento de edificios, una planificación urbana eficiente, la utilización de sistemas de comercio electrónico, la gestión de residuos inteligente, etc. Sidewalk Labs, filial del conglomerado de empresas tecnológicas Alphabet[28] (de Google) estaba llevando a cabo su proyecto más ambicioso en Toronto, Canadá: la creación de una ciudad inteligente desde cero, pero tuvo que ser abandonado a propósito de la pandemia desatada a partir de diciembre 2019. En paralelo aparecieron voces detractoras del proyecto anunciando algunos de los peligros que representan estas ciudades con vida propia, y poniendo en duda el hecho de que Google pueda administrar de manera segura los datos que recopila de sus habitantes[29] y no los utilice en beneficio propio. En este sentido, la puesta en marcha de estas ciudades inteligentes se trataría de la versión más evolucionada que hemos conocido del capitalismo de vigilancia hasta la fecha.

Se podría pensar que en esta búsqueda de emanciparnos de la naturaleza que plantea el H+, finalmente lo que consigue es someternos por completo a la tecnología: “su instrumentalismo implica que los seres humanos terminaremos desplazados por dispositivos más útiles y poderosos, porque ese es el destino de todos los dispositivos.” (Galliano, 2019).

Sobre este punto volvemos a la cuestión más importante: la posibilidad de reducir al ser a un conjunto de algoritmos que pueden o no estar en un soporte físico. Pareciera que los transhumanistas se olvidan de la misteriosa complejidad sobre la cual estamos hechos y caen rápidamente en ver el mundo, casi de manera sintomática, a través de “una economía de la información que trafica cada vez más abstracciones sin cuerpo” (Galliano, 2019). La apuesta más fuerte de los transhumanistas radica en la emulación cerebral, para tal efecto, hay líneas de investigación, seguidas sobre todo por Kurzweil, que intentan escanear el cerebro humano y programarlo a una computadora para que opere exactamente de la misma manera que nuestras interconexiones neuronales, pero “un cerebro humano digitalizado y cargado no es realmente equivalente a un cerebro humano biológico, porque puede ser manipulado y estudiado de manera más flexible y minuciosa” (Goertzel: 2017).

Sadin nos recuerda que el cerebro, además de ser un órgano de lo más complejo, pertenece a un cuerpo “que es una entidad multisensorial que mezcla continua e indisociablemente stimuli físicos y mentales tan complejos que son imposible de cartografiar” (2018: 226). Pero, también, rescata otro aspecto de la naturaleza humana, es decir, la aceptación de lo incognoscible: “es la grandeza de lo humano, no solamente la conquista continua de nuevos territorios, sino además la constatación saludable de que ciertas cosas escapan a nuestra inteligibilidad y nuestra voluntad de dominio: en primer lugar, la estructura –en parte impenetrable– de la psique humana.” (Sadin, 2018: 226).

Queremos crear un superhumano, pero desconocemos profundamente cómo se originan las mentes y su funcionamiento. Harari desarrolla esta temática en su libro Homo Deus y remarca que en el campo tecnológico “estamos adquiriendo las capacidades técnicas para empezar a fabricar nuevos estados de conciencia, pero carecemos de un mapa de esos territorios especialmente nuevos. Puesto que estamos familiarizados principalmente con el espectro mental normativo y sub normativo de gente WEIRD[30]” (2016:392). Lo que indica básicamente es que hay un desconocimiento y desinterés profundo sobre los posibles estados mentales humanos. Es muy probable que tiendan a ser infinitos, pero nuestra ciencia ha estudiado solos dos pequeñas subsecciones: la subnormativa y la WEIRD. Además, Harari señala que, a lo largo de estos miles de años de desarrollo de nuestra especie, nuestras mentes se han visto modificadas según las necesidades del sistema, es decir, se han priorizado algunas funciones de nuestra mente antes que otras: la racional y lógica más que las sensitivas e intuitivas, como puede ser el olfato, que en otras sociedades ha ocupado un lugar primordial para las actividades de caza y recolección (2016:395). A medida que el proyecto transhumanista profundice sus investigaciones en el complejo campo de la mente es probable que nuestras capacidades humanas sean moldeadas según “las necesidades políticas y las fuerzas del mercado” (Harari, 2016: 395). El panorama que asoma es uno donde el riesgo de devenir superhumanos toma la forma de un supercontrol de las mentes del futuro, los inversores transhumanistas codifican la tecnología del nuevo medio y lo hacen con un sesgo del tamaño del mercado.

IV

Durante todo este recorrido transhumanista hemos visto cómo este movimiento ha, prácticamente, subsumido la existencia de la humanidad únicamente a la razón, y como única vía posible de “mejora” y trascendencia de esta humanidad imperfecta, nos presenta el proyecto de llevar a la razón (como símbolo de perfección, funcionalidad y eficiencia) a romper los límites de lo posible, dejando de lado, así, otras áreas que involucran lo sensible. En este sentido, según Berardi, el fin transhumanista, tendría como objetivo disociar la inteligencia de la sensibilidad[31], ya que en términos económicos (quantified self), la sensibilidad no es una cualidad redituable, y hasta puede ser “factor de lentitud e inexactitud”. Como da cuenta Sadin (2018), Sillicon Valley no quiere dejar ningún área de nuestra vida sin comercializar, y en este sentido, no hay espacio para lo disruptivo y lo no cuantificable, todo tiene que ser medible y entendido mediante algoritmos. Controlable.

Es importante detenernos en esta distinción que realiza Berardi entre Inteligencia y Sensibilidad (conciencia) y ver cómo estas están comprometidas la una con la otra. Berardi define a la Inteligencia como “la capacidad de tomar decisiones sobre alternativas decidibles, […] esta implica computación y combinación”, y la distingue de la conciencia, que es “la capacidad de decidir sobre alternativas indecidibles, esta implica sensibilidad (estética y erótica) y juicio ético” (2019). Es la sensibilidad (conciencia) la que funciona como medio de integración entre la intelección y el juicio (ético y estético), y como sabemos, tanto el campo de la ética como el de la estética, poco tienen que ver con la inteligencia, “nada que ver con la certeza y la verdad” (Berardi, 2019). Entonces, ¿dónde quedan todos aquellos aspectos humanos que están ligados a estos campos? ¿Qué nos depara de las resoluciones éticas de los temas más complejos? ¿Qué queda de la experiencia estética de lo inefable en el arte? ¿Qué hay de las experiencias corporales que poco tienen que ver con la productividad y mucho con el sin-sentido? Pero, además, como dice Sadin, el tecnoliberalimo intenta “la erradicación de lo sensible[32], debido a que se esfuerza por encerrar a la experiencia humana dentro de los dispositivos que concibe” (2018:302), hace desaparecer gran parte de la pluralidad de dimensiones que nos constituyen y por las cuales podemos entender el mundo y pronunciarlo. Finalmente, hay consecuencias aún más fatales que se desprenden de esta escisión y la historia puede hablarnos de ello: cuando la inteligencia no está contenida por la sensibilidad, esta puede desplegarse como fuerza brutal.

Tanto Harari (2016), como Berardi (2019) y Sadin (2018), concuerdan en que la búsqueda que tienen los transhumanistas es convergente con la que tenía el nazismo; Sadin dice al respecto: “los nazis tenían la ambición de crear una nueva “raza humana”, suerte de súper hombres engendrados por modificaciones biológicas; el tecnolibertarismo pretende también redefinir de cabo a rabo lo que hasta ahora se había denominado ‘naturaleza humana’” (2018: 228). Además, de todo lo que encarnó el nazismo, ya que sería un error reducirlo simplemente a lo ‘bestial’, este movimiento político y social fue y es la expresión más acabada del positivismo, un verdadero culto a la funcionalidad, la perfección y la potencia del autómata.

Berardi señala que no debe perderse de vista el contexto en el que surge el movimiento transhumanista. Ese super hombre automatizado, dice, emerge en una coyuntura de “caos global, en medio de la propagación de la psicosis y obsesión identitaria” (2019). Es imposible no mencionar que mientras estas líneas se están escribiendo, el mundo entero está atravesando una pandemia que ha producido transformaciones inusitadas en nuestra vida cotidiana en un tiempo récord. Si bien no es la primera pandemia que atraviesa la humanidad, sí es la primera en la que la tecnología cumple un rol tan determinante, evidenciando no solo sus ventajas, sino también sus limitaciones, ya que a pesar de que estemos en un momento en el que impera el alto desarrollo tecnológico, como decíamos al inicio de este artículo, la tecnología no ha podido evitar las muertes ni reducir la velocidad de contagio del virus, es por eso que se ha tenido que recurrir a viejos métodos, el cierre de fronteras y la cuarentena (por lo menos en Occidente). Hemos visto también cómo los gobiernos han tomados diferentes posturas, mientras que algunos decidieron imponer la cuarentena obligatoria interrumpiendo la actividad comercial para frenar el contagio, otros han priorizado la salud de la actividad económica. Hoy vemos cómo el capitalismo financiero pone en vigencia nuevamente la ley del más fuerte, algo que nuestras democracias vinieron a tratar de igualar frente los más débiles. Valores como la compasión y la solidaridad no sabemos si podrán ser entendidos y asimilados por los algoritmos. Entonces, puede ser que Harari esté en lo cierto, “el sistema podría preferir humanos degradados no porque posean habilidades superhumanas, sino porque carecerán de algunas cualidades humanas realmente preocupantes que obstaculizan el sistema y lo enlentece” (Harari, 2016: 396).

Por último, no quería dejar de tematizar acerca de la libertad de habitar lo imperfecto y desconfiar de lo perfecto. La perfección puede transformarse, también, en pesadilla y devolvernos un mundo monótono: “la libertar de ser infeliz sería la libertad de dejarse afectar por lo infeliz, y de vivir una vida que pueda afectar a otros de una forma infeliz” (Ahmed, 2019:387).

Sara Ahmed, además, describe el potencial transformador que contiene la infelicidad que lamentablemente es asociado generalmente a un estado oscuro del alma e improductivo, cuando en realidad puede ser un gran motor, ya que nos lleva a preguntar y a cuestionarnos, y sobre todo, nos indica que algo no está funcionando correctamente: “reconocer las causas de la infelicidad formaría así parte de nuestra causa política” (2019:387).

V

La fusión de la razón con la tecnología, objetivo que desvela al transhumanismo, y que como vimos, es presentado como un momento superador del hombre, no termina siendo más que el deseo caprichoso de un grupo representante de la burguesía digital de Silicon Valley (Sadin, 2018), cuyo deseo es eliminar lo que no les agrada del ser humano: el sufrimiento (o enfermedad), la vulnerabilidad (o envejecimiento) y la muerte. Quizás parezca una pregunta inocente o superflua, pero ¿por qué alguien querría vivir para siempre? Y yendo más lejos, ¿por qué alguien querría vivir en un dispositivo inorgánico? Besnier (2013) recuerda que, en El Banquete, Platón enuncia que el deseo de eternidad (al cual diferencia de la aspiración de inmortalidad) no sería más que la muerte del deseo mismo. El transhumanismo visto a la luz de este enunciado, no sería más que una “máquina de matar el deseo y deserotizar a lo humano” (2013: 21). Y este deseo, según él, “supone tiempo, incompletitud, separación […]. La felicidad prometida por los transhumanistas obviamente excluye la aventura sexual y los vagabundeos del deseo en general” (2013: 21).

Por otro lado, estas experimentaciones que se realizan en pos de alcanzar mejoras que nos acerquen a la inmortalidad, no vienen acompañadas de políticas concretas serias, en el caso de que se llegase efectivamente al objetivo, ¿qué pasaría en el mundo si el ser humano consigue vencer la muerte? O quizás no haga falta ir tan lejos, ¿qué pasaría si consiguiera vivir 300 años? ¿Cómo impactaría en el campo laboral, económico y social?

Hay otro aspecto de esta cuestión que tiene que ver, por otro lado, con la factibilidad de estos proyectos y la irresponsabilidad con la que se están realizando, ya que, las consecuencias del carácter de la condición humana después de un cambio tan importante son sustancialmente desconocidas y en ese caso dependerán enteramente de la IA (Goertzel:2007). Muchos están ávidos por predecir el futuro y poner fechas a acontecimientos que son realmente muy difíciles de predecir, ya que nos encontramos en el terreno de lo desconocido. Hay que decir que muchos también están haciendo negocios incitando a los capitales financieros a invertir en el “futuro”. Para Goertzel si bien hay que tomar muy en serio las investigaciones de Kurzweil, el problema según él, radica en “lo confiado que está de sus predicciones sobre lo intrínsecamente impredecible, […] en vez de enfatizar la incognoscibilidad y la inescrutabilidad de lo que está por venir” (2007:1172).

Muchas de las utopías tecnológicas pueden parecer atractivas porque habilitan un espacio en ellas para las fantasías cumplidas, para que nuestros sueños de ir más allá puedan realizarse, pero, hoy, momento en el que realmente estos sueños tecnológicos se muestran al alcance de la sociedad, es entonces cuando se vuelve necesario un debate político sobre las implicancias de estos proyectos. La amenaza en el futuro próximo de ser conquistados por una tecnología estetizante y una política condensada en slogans simples que nos rodearán sin aliento en el espacio virtual es plausible no sólo por su carácter de profecía oscura, sino también por el carácter de sus principales inversores. Incluso, a este ritmo, no sería extraña la posibilidad de resignar nuestra eternidad o nuestra nada, o sea lo que hubiera del otro lado del umbral de la vida, junto con nuestra propia libertad y juicio como seres existentes, no sería ilógico, reitero, que la sociedad futura cediera enteramente su libertad y juicio a los algoritmos con un solo “clic”, solo para poder descargarse la última versión actualizada de su conciencia. Sabemos que la tecnología en términos de inversión y desarrollo responderá al sistema económico y político imperante, y, como señala Harari, “el progreso tecnológico […] no quiere escuchar nuestras voces interiores: quiere controlarlas” (2016: 397).

Fuente: Celeste Gómez Foschi. https://www.teseopress.com/imagenesmutantes/chapter/una-critica-a-los-valores-de-perfectibilidad-y/

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Filosofía
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