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Nov 18, 2013
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La Psicomaga

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La Psicomaga: Sylvia Langford

Sylvia Langford es considerada una maga en el tratamiento de niños con trastornos de aprendizaje y conducta. Sostiene que muchos diagnósticos por déficit atencional esconden a padres que no saben decir que no. Su método, registrado con su apellido, está dando que hablar: suele lograr en cinco meses que los niños no hagan pataletas y obedezcan a la primera. ¿Cómo lo consigue?

Fuente : http://www.paula.cl/

 

Por Alejandra Parada / Fotografía: Sebastián Utreras y Pin Campaña / Producción de arte: Alejandra Apablaza

Sylvia no la conocía cuando le empecé a derivar pacientes. Sólo sabía que estaba haciendo maravillas con los niños con parálisis cerebral de Coanil y quería que hiciera lo mismo con los míos”, cuenta el doctor Rodrigo Chamorro, neurólogo infanto-juvenil que trabaja actualmente con la psicóloga Sylvia Langford. “Cuando ya teníamos bastantes pacientes en común nos juntamos en su casa. Yo iba con una carpeta llena de fichas acompañado por una psicopedagoga que trabajaba con nosotros. Nos invitó a sentarnos y, antes de decir nada, nos pasó el dibujo de un laberinto, un lápiz y un cronómetro. ‘Trabajen’, nos ordenó. Yo, educadamente, le dije que quizás se había equivocado, que estábamos ahí para reunirnos y hablar de nuestros pacientes, y ella me respondió: ‘Precisamente esto es para que experimenten lo mismo que viven ellos’. No me quedó otra que ponerme manos a la obra. Esta gringa es una maga. Ha creado sola e intuitivamente un método súper eficaz para trabajar con niños y adolescentes con y sin dificultades. Lo que hace con los críos y los equipos de trabajo es magia pura”, remata.

Antonia, madre de Pablo, un adolescente de 19 años que hizo agua con la entrada a la universidad, lo llevó adonde Sylvia por sugerencia de una neuróloga, que le diagnosticó un déficit atencional no tratado. “Tuvimos una reunión los tres: Sylvia, mi hijo y yo. Y por alguna razón, Sylvia me dio plena confianza. Fue increíble cómo, en esa única sesión, ella logró que Pablo reconociera conductas que nunca había estado dispuesto a asumir. La primera tarea que le dio fue que cambiara el ritmo del sueño, porque Pablo se dormía a las tres de la mañana y se levantaba tardísimo. Se lo dijo de tal manera, drástica y fuertemente, espetándole de frente que si no cambiaba eso ella no iba a trabajar con él, que una semana después Pablo se empezó a acostar a las once de la noche y a despertarse temprano. A los 15 días era otro hijo. No sólo físicamente, porque ya no tenía ojeras ni estaba pálido, sino porque se puso mucho más simpático y divertido. Yo quedé impactada de su eficacia”.
Sylvia Langford es una psicóloga británica no tradicional que llegó a Chile hace 20 años de la mano de su padre, gerente de una empresa inglesa y que se enamoró del país, porque encontró que había demasiadas cosas que hacer. Y las está haciendo.

Todo se puede entrenar

Titulada de psicóloga hace seis años con una tesis llamada El coeficiente intelectual no existe, Sylvia, en sus primeros años en Chile, fue jugadora de hockey en césped y de vóleibol. Desde entonces, está convencida de que todo se puede entrenar. A los 25 años dejó el deporte para enseñar inglés a adultos a través de un método llamado Sugestología, que permitía aprender el idioma durante la fase alfa del sueño, en 70 horas. “Todos podemos desarrollar nuestras habilidades”, afirma Sylvia en su casa-consulta en Providencia. “Estaba harta de que en Chile nadie hablara inglés cuando es tan fácil aprenderlo. Así es que ofrecí mis servicios a empresas, y al método de la Sugestología le agregué mi voz, colores y música en compases de 4 x 4. ¡Funcionó aún mejor!”.

Busquilla y curiosa, investigó otras maneras de enseñar. Encontró el método Kumón –una metodología individualizada para enseñar matemáticas y lenguaje, que se adapta al ritmo de cada alumno y lo motiva a seguir aprendiendo– y lo trajo a Chile en 1996. No pararon de llegarle niños que rápidamente subían las notas. Más tarde trabajó con niños con parálisis cerebral y discapacidad severa. “Un día me di cuenta de que era tremendo que yo hablara tres idiomas y que hubiera niños que no podían hablar el propio, que no podían comunicarse. Ahí me dije: ‘El lenguaje se tiene que poder entrenar’. Y me lancé”.

Sylvia estudió el programa de enriquecimiento instrumental de Feuerstein, un israelita que postula que la inteligencia se puede moldear, y lo combinó con música, elementos de la filosofía oriental, como el uso de mandalas, y con su inclaudicable energía. Así nació el método Langford, un sistema cognitivo sistémico al que acaba de bautizar con su apellido y por el cual no sólo está llena de pacientes, sino también ha recibido invitaciones de universidades, como la de Harvard, para que forme monitores.

Sylvia dice que las primeras sesiones de consulta son con el niño y los padres presentes en la “sala de la lata”, una pieza pintada de color granate. “Nos toleramos una hora. Provoco al chico para ver hasta dónde aguanta. Aparece el aburrimiento y, rapidito, la pataleta. Y ahí veo qué hacen los padres. Hay niños que se ponen a limpiar el suelo con la ropa y otros que hasta me han pegado… Pero en esta fase 1 me dedico a despejar. Ésa es mi habilidad. Veo si realmente hay problemas cognitivos o de personalidad, o si simplemente hay que darle al niño las herramientas para que se ordene y aprenda solo. Una vez que el diagnóstico está claro, hablo con los padres. Sin juicios. Ellos están agotados de buscar y escuchar que lo han hecho mal, y yo no funciono así. Yo parto de cero. Mi principio consiste en enseñar a trabajar las pataletas y a obedecer a la primera. Suena duro, pero si el niño lo aprende logra manejar su mundo, aprende que sus acciones tienen consecuencias, y gana en fuerza e independencia”.
Entrenamiento es la palabra clave para Sylvia, porque deja de lado las herencias genéticas y abre la puerta a las potencialidades de niños, adolescentes y adultos, y a personas con daño neurológico. Esto último lo ha demostrado con creces a través de su participación en la Fundación Mc Gregor-Art, donde trabaja con niños de Coanil y varios hogares de acogida. A ellos dedica todas sus mañanas.

El diagnóstico de Sylvia

Sylvia usa 4.500 fichas de trabajo, creadas por ella, para trabajar con los niños y sus padres. En unas fichas hay laberintos; en otras, secuencias o categorizaciones, para distintas edades. Con ellas va desarrollando en los niños distintas habilidades a partir de la percepción, la descripción, el análisis y la concentración. Para esto también usa música e incorpora el factor afectivo en la terapia.

El doctor Chamorro explica qué es lo que Sylvia consigue: “Logra que los niños y los adolescentes organicen procedimientos cerebrales, que es lo básico para aprender y pensar bien. Las otras terapias se dedican a lo accesorio. Ella va a lo medular. Tengo la impresión de que activa las neuronas espejo, algo que se descubrió recién hace 11 años, que son como el centro de la empatía, porque permiten hacer propias las acciones, sensaciones y emociones de los demás. Así, con la integración del movimiento, la música y la empatía se logran resultados cognitivos impresionantes. Yo trabajo con niñas abusadas en el Sename y me he quedado boquiabierto con los resultados que Sylvia ha obtenido con ellas”.
Según la psicóloga, los cuatro años es la edad ideal para subir al niño al tren. “Si lo haces, la mamá deja de ser la profesora particular y el niño aprende a hacer lo que tiene que hacer”, dice.

¿Cuál es el indicio para traer a un niño a tu consulta?
¡Uf, muchos! Los papás los traen porque no prestan atención, no obedecen, porque todo es un tira y afloja. Muchos vienen derivados de los colegios, aunque cada vez menos, porque hay más prevención en los colegios y los padres están más atentos, lo cual es muy bueno. Lo óptimo es ayudar al niño antes, para que no tenga que hacer junto a sus padres ese camino espantoso de consulta en consulta, sin llegar a ningún resultado. Y de los chicos que me llegan por déficit atencional, el 98% no hace las cosas porque no quiere. “No quiero hacer lo que me estás pidiendo”, “No quiero estar sentado”, “No quiero prestar atención”. Yo me dedico a entrenar eso.

De hecho, tu tema son las pataletas y obedecer a la primera.
Las pataletas no sólo son tirarse al piso. Bostezar cuando están haciendo las tareas es una pataleta. Columpiarse en la silla y no prestar atención es otra. Incluso hay niños con trastornos alimenticios, como anorexias, que no comen como otra forma de hacer una pataleta. Entonces, ¡cuidado! Muchas veces no tiene ningún problema y está haciendo un berrinche para obtener lo que quiere. Por eso hay que despejar. La pataleta es cuando no quieren hacer algo; otra cosa es que no puedan. Yo podría hipotetizar que en los adultos la depresión tiene que ver con esta misma pataleta: no logro lo que quiero, en la forma que quiero, por lo tanto me deprimo. En lugar de tirarme al suelo, me voy para adentro, me entristezco y así todos me acogen.

Lo de obedecer a la primera suena como el sueño de todo padre.
Es fundamental. La niñez es la estructura que tú le das a ese niño y él debe saber que cuando la mamá, el papá o la autoridad llama tiene que obedecer. Y por una razón muy simple: cuando sabes lo que tienes que hacer, la vida se te simplifica. Yo me baso en la simpleza, no entrego informes psicológicos. Basta de buscar enfermedades, empecemos a buscar lo sano del niño y desarrollémoslo. Démosle confianza, pero exigiendo. La vida no es fácil, hay que aprender a tolerar las frustraciones. Por eso es complicado tratar a los niños por un supuesto déficit atencional cuando se trata de que los padres se atrevan a decir un No bien dicho, sin alterarse, sin gritar, sin pasarlo mal. Si el niño cumple con un par de órdenes bien dadas, entonces tiene derecho a ser escuchado. Si ordenó sus juguetes e hizo sus tareas, puede decir: “Estoy satisfecho, no quiero más comida”, y ser respetado en ello.

¿Somos muy sobreprotectores los padres chilenos?
Lo que más se repite es la poca consecuencia. Son muy duros y, de repente, muy permisivos. Los papás llegan a la consulta con el niño de la mano, como diciéndome: “Toma, arréglamelo”. Pero yo trabajo desde lo sano, no desde la enfermedad, lo que significa que yo les digo que el problema es de ellos. Yo los ayudo a ordenar y a decidir qué quieren como familia. Es insólito que haya un 30% de familias con un hijo con déficit atencional cuando simplemente hay que aprender a decir “no” frente a ciertas cosas sin no sentirse culpable.

¿Ése es nuestro punto débil?
Absolutamente. Y el otro es que responsabilizan a los demás: el profesor es malo, el colegio es malo, el doctor es malo, el psicólogo es malo. Ubiquémonos. No estoy diciendo que los padres sean malos, pero el problema es de ellos. A eso me dedico yo: a que ellos lo vean. Lo muestro con palabras fáciles, ellos las entienden y pueden cambiar las cosas.

Soles y nubes

¿Cómo evalúas lo que le pasa a cada familia?
Con las fichas. Por ejemplo, hay desde un laberinto simple, hasta repeticiones complejas de secuencias. A los niños les encanta hacer el laberinto y, mientras lo hacen, yo veo si se frustran, si no se atreven a meterse… Y también se lo paso a la mamá y al papá, y es muy divertido. Muchos se quedan en la mitad, encerrados, y no saben cómo seguir.

¿Cómo trabajas después del diagnóstico?
Entrego siete fichas por semana para trabajar 20 minutos por día los dos juntos, padres e hijos. Lo que tiene que ocurrir es que el padre ayude al hijo y el hijo ayude al padre. No se trata de hacerlo por él sino de dejar pensar al niño por sí mismo para que se concentre y vaya ordenando lo que viene a continuación. Eso es vital. Así los padres descubren que sus hijos poseen tremendas habilidades que ellos no tienen. Y el niño descubre que el papá no es tan capo, que también mete las patas, y se fortalece su autoestima. Es importante que el niño pueda mostrar lo que sabe hacer para que sobre eso construya quién es él.

En la práctica, ¿cómo funciona tu método?
Con consecuencias positivas y negativas, tal como la vida. Si no te levantas temprano, vas a llegar tarde a la prueba y vas a tener problemas. Es una consecuencia negativa. El niño tiene que aprender que sus actos tienen consecuencias. Por ejemplo, si hace una o varias pataletas al día, se gana una nube. Si acumula cinco nubes en siete días, tiene una consecuencia negativa. Se pierde un panorama previamente acordado. Por ejemplo, va a ir a Mampato pero no va a tener permiso para subirse a los juegos, va a mirar y a hablar con sus papás sobre no obedecer a la primera. Así, la próxima vez lo va a pensar antes de hacer la pataleta.

¿Quién pone la nube?
Es un trabajo conjunto: el adulto le tiene que hacer ver qué es una pataleta y es importante que el niño tome conciencia de por qué se le dio esa nube. Lo interesante es que cuando le quitas las pataletas y entiende las reglas, el niño se alivia. Parece súper duro, pero cuando los niños se van de aquí se van contentos. Hay una armonía con los papás y eso es agradable para toda la familia. Al principio suena horrible, lo sé, pero ¿qué es mejor para un niño? ¿Uno o dos meses horribles u ocho años horribles, con miles de terapeutas, miles de doctores, diagnósticos diferentes y una autoestima dañada?

¿Y cuándo das de alta a un niño?
-Cuando hace su tarea solo, arma su mochila para el día siguiente, es capaz de escuchar a los papás y la armonía familiar es distinta. Cuando los padres me dicen: “Ahora juego con él, ya no lo persigo toda la tarde para que haga las tareas” es un indicio de que ya estamos. Esto toma entre tres y cinco meses.

El testimonio

“Andrés, mi hijo de 11 años, estuvo un mes en tratamiento con Sylvia”, cuenta Catalina. “Llegamos a ella por el doctor Chamorro, después de un diagnóstico de déficit atencional hecho por una neuróloga, de pastillas durante seis meses, de peleas familiares y hasta un cambio de colegio. Yo jamás me imaginé que sería así, pero Sylvia me dio credibilidad. Andrés entró a la consulta y se echó para atrás en el sillón. ‘¡Mira tu pose de gerente de banco’, le dijo Sylvia. ‘Este cabro es un barsa’, nos comentó a mí y a mi marido. A los 10 minutos Andrés estaba sentado derecho y, a la semana de nubes y soles, asumió otra actitud: tomó su responsabilidad y sintió que tenía una reputación que cuidar. Le cambió la percepción de sí mismo y cuando empezó a recibir feedbacks positivos en la casa y en el colegio, se puso súper contento. Empezó a hablar de sí mismo con calma, con seguridad y me dijo que sentía que había progresado. Lo más tranquilizador es que mi hijo no cambió su personalidad: sigue siendo él, pero más sistémico, más ordenado. ¡Ahora es un niño barsa y feliz! Y toda la familia también”

Article Categories:
Desarrollo evolutivo
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