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Aprendizaje y emocionalidad

Aprendizaje y Emocionalidad

El “aprendizaje”, más que un sustantivo –el resultado de ciertos procesos– es un verbo: el acto de dejarse seducir por las cosas, abrirse al asombro. Y el enseñar, más que una acción –ya sea planificación, evaluación, etc.– es un “dejar”, un “permitir que pase”, un “abrir a”. Y el maestro, el encargado de abrir el espacio para dejar que ello pase.

Fuente : http://www.newfield.cl/

 

Aldo Calcagni
Dr. Phil Aldo Calcagni

“En cada uno de nosotros hay un río de emociones;
cada gota de agua es otra emoción
y cada emoción depende de las demás para segur existiendo.
Para observarlas,
basta sentarnos en la orilla del río
e irlas reconociendo a medida que aparecen, pasan y desaparecen”

Thich Nhat Hanh

Introducción

Estamos viviendo en nuestro sistema educacional una singular situación. Estamos convencidos de la relevancia del tema emocional en nuestros centros educacionales y escuelas. Incluso leemos libros, hacemos talleres y hablamos en clase del desarollo de la inteligencia emocional, su importancia para el desarrollo cognitivo, etc. A pesar de ello observamos que no se han producido las trasformaciones que esperamos.

Creemos que ello no se debe sólo a una insuficiente información sobre los avances de la investigación sobre el tema emocional, sino y por sobre todo, a que ella se ha incorporado como una faceta más, como un tema más, casi un mero agregado al resto de los contenidos curriculares. A nuestra tradicional concepción cognitiva sencillamente le sumamos un nuevo elemento:la emocionalidad.

En lo que sigue proponemos una perspectiva distinta como punto de partida para la incorporación del tema emocional el en proceso educativo. Para ello creemos necesario recuparar la vieja tradición que coloca en el centro del fenómeno educativo, no tanto la trasmisión de contenidos o el entrenamiento de determinadas habilidades -la mayor de las veces cognitivas- sino el despliegue del ser de las personas. Desde allí, proponemos una mirada al fenómeno de las emociones. Concluiremos ofreciendo en esta ocación sólo algunas preguntas en referencia al sistema educativo en concreto, dejando para una nueva ocación las posibles implicaciones de esta propuesta.

1.¿Cuál es el fenómeno central del proceso educativo?

El informe de la Unesco de 1996 “La Educación encierra un tesoro” responde esta pregunta abriendo el fenómeno educativo a cuatro dimensiones: Aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a convivir y aprender a ser . Es, en primer lugar, una invitación a trasladar el eje desde el proceso “enseñanza-aprendizaje” al aprender. De la instrucción y de sus disciplinas colaterales, al modo de ser de los seres humanos: el aprender. De esta manera restituye una antigua interpretación: la educación es primaria y fundamentalmente un arte. A él convergen variadas disciplinas y modelos teóricos de diversas ciencias. Pero ellas están fundamentalmente a su servicio, no son ni pueden ser su substituto.

¿Cuál arte? El arte de generar espacios de aprendizaje.

El acto de aprender tiene mucho más de un misterioso encuentro entre seres humanos que, conectados por enigmáticos caminos, transitan por la realidad, reconociéndola, generando habilidades acerca de cómo habitarla, y hábitos y niveles de conciencia; en una palabra, en un abrirse a la experiencia del mundo. Así, decimos que tiene que ver mucho más con esta misteriosa fusión que llamamos comprensión –sencillamente entendemos el mundo en que vivimos– que con la manipulación de algún proceso exclusivamente racional.

El arte de educar se centra, más que en el fenómeno del enseñar, en la capacidad de aprender. Permítanme formularlo de esta manera: Nadie puede enseñarle nada a nadie; fenómeno que ya conocían nuestras abuelas, y que expresaban con un sabio dicho: “Ud. puede llevar un burro a la orilla de un río, pero no puede obligarlo a beber”. O como dice la antigua canción alemana: “Die Gedanke sind frei”…

Entonces ¿renunciamos con esto a nuestra capacidad de enseñar? De ninguna manera. Renuncio sólo a la ilusión de que puedo generar aprendizaje en otro por mi mera voluntad. Mi posibilidad de enseñar es otra muy distinta. Tiene que ver con el arte de abrir espacios donde otros quieran aprender. Con la generación de espacios donde se pueda manifestar aquello que es posible para el aprendiz. De más está decir que, para aprendices distintos, lo posible es distinto, aún cuando compartan el mismo espacio de aprendizaje. Esto es lo que entendemos por “enseñar” Y esto tiene que ver con mi capacidad de conectar mi propia experiencia de aprendizaje, con mi capacidad de trasmutarla para ponerla al servicio del aprendizaje de los otros. Martín Heidegger se refiere a ello señalando:

“El enseñar es más difícil que el aprender porque enseñar significa: dejar aprender. Más aún: el verdadero maestro no deja aprender nada más que ‘el aprender’. Por eso que su obrar produce a menudo la impresión que propiamente no se aprende nada de él, si por ‘aprender’ se entiende nada más que la obtención de conocimientos útiles”. Y continúa: “El maestro posee con respecto de los aprendices como único privilegio el tener que aprender todavía mucho más que ellos, a saber: el dejar-aprender”

El “aprendizaje”, más que un sustantivo –el resultado de ciertos procesos– es un verbo: el acto de dejarse seducir por las cosas, abrirse al asombro. Y el enseñar, más que una acción –ya sea planificación, evaluación, etc.– es un “dejar”, un “permitir que pase”, un “abrir a”. Y el maestro, el encargado de abrir el espacio para dejar que ello pase.

Permitanos aquí un breve excurso. Uno de los espacios más valorados por nuestra cultura es justamente la capacidad de nuestros discursos de hablar “acerca de” las cosas, suponiendo un observador absoluto, intemporal, eterno, acultural, y por supuesto sólo racional. El observador de la ciencia moderna, del modelo newtoniano.

Pues bien, el costo de esa perspectiva, al considerarla como la única válida, es el dejar de lado justamente la experiencia de la fusión, del dejarse enseñar por el mundo, por cada una de las cosas. Hace tiempo que acumulamos datos acerca del sol –el tipo de estrella que es, los procesos que ocurren en su interior, las diversas temperaturas en su superficie, sus manchas, etc. –; pero hace ya mucho que el sol dejó de ser el astro rey, que nos enseñaba con su sacrificio la compasión, la auto inmolación… Y así, tampoco el río nos habla ya más, nada tenemos que aprender de él. Ni de los pájaros o de los lirios del campo. Y si quedan rasgos de esa experiencia, está al modo de las figuras poéticas o de las metáforas literarias. Hemos sustituido el aprender de las cosas, con las cosas por el tener información acerca de las cosas. Hemos perdido nuestros maestros más antiguos… Y no entendemos por qué todavía nos sigue conmoviendo Siddhartha o el Principito… Quizá porque nos conecta con otros espacios de apertura, de aprendizaje… con antiguas formas de saber, de saber vivir, de sabiduría. Pero, ¿cómo se produce esta conexión?

2. Desde esta perspectiva, nuestro “sentido común” –nuestra experiencia convertida en “ojo” o intuición– nos dice que en este proceso las emociones son fundamentales, aún cuando nuestros modelos teóricos les concedan, a lo más, un papel subordinado a funciones más “importantes”, como el pensamiento racional, la voluntad…

Lo que denominamos “sentido común”, más que una facultad o un nuevo sentido es el fenómeno fundamental que nos conecta con un modo de vivir, de habitar en el mundo. Modo propio de los seres humanos, que tiene que ver con esta particular acumulación de experiencia, que llamamos aprender. Este sustrato está antes de toda teoría, y funda toda posible especulación. Este sustrato nos permite actuar adecuadamente y con certeza aún allí, o mejor especialmente allí donde la teoría no nos da una respuesta consistente .

A modo de ejemplo, mi amigo, el físico Carlos Fritlig, señala que los ingenieros muchas veces hacen cosas y saben cómo hacerlas, aún cuando su modelo teórico no pueda dar muy bien cuenta de ellas… Es decir, tengo un saber, incluso una maestría es ese dominio, pero no puedo dar “razones” de por qué esa acción, en ese momento y circunstancia específica es la más adecuada. Este modo de actuar es reconocido en la medicina como el “ojo clínico”, en los negocios como el “olfato”, etc.

Pues bien, sostenemos que este saber es un sustrato de carácter fundamentalmente emocional.

3. Pero, ¿qué es esto de las emociones?

Acerquémonos a esta pregunta a partir de un fenómeno aparentemente desconectado de ellas: para poder actuar en algún dominio, tenemos que ser capaces de distinguirlo como tal. Así, por ejemplo, para aprender Física, mi primera acción consiste en distinguir ese dominio del resto de la transparencia de lo que es; es decir, reconocer la existencia de un dominio particular de acción llamado Física. El acto mismo de distinguir nos proporciona el camino al fenómeno, nos los trae a la mano: el fenómeno queda así determinado en sus límites. Límite significa tanto barrera como frontera: por una parte lo distingue de otros dominios, y también lo circunscribe. Pues bien, sostenemos que los seres humanos nos constituimos como tales, al menos en tres dominios fundamentales: el dominio de las emociones, el del lenguaje y el de la corporalidad. Cada uno de ellos encierra su propia especificidad, irreductible a los otros. Y también, cada una de estas esferas se convierte en un camino de acceso a las otras. Así, tenemos diversas vías para llegar al mundo de las emociones .

A) Partamos señalando que uno de los accesos fundamentales al dominio de de las emociones está en el estrato de lo biológico. Es en el dominio de la corporalidad, en su dimensión biológica, en que encontramos uno de los puntos de partida de este fenómeno. Las emociones pueden ser interpretadas como el resultado de procesos a nivel bioquímico, que conecta diversos estímulos, tanto internos como externos (considerando estas palabras en su sentido más corriente), con los niveles centrales del sistema nervioso. Diversas investigaciones están de acuerdo en situar las emociones, al menos las más básicas, en el sistema límbico, es decir, en la parte más arcaica del sistema nervioso, compuesto especialmente por las amígdalas y la corteza cingular anterior. Ellas serían el origen de la respuesta emocional más rápida, vía que involucraría respuestas musculares y viscerales con el hipotálamo, órgano que conectaría también las respuestas emocionales con el sistemas endocrino, y por esta intermediación con todo el sistema inmunológico. Una segunda vía, o vía lenta es la que conectaría la respuesta emocional con la parte pensante, conciente del cerebro: el neocótex. Esta doble vía sería la explicación biológica de por qué nos sentimos inundados por las emociones, y por qué son tan difíciles de controlar.

De algún modo, la observación de los filósofos desde el Fedro de Platón en adelante, que reconocía almas distintas, que tenían que ser controladas por el alma racional, o la sospecha que las emociones no provenían de la misma fuente que otras funciones, como el pensar y el sentir, encuentran ahora un fundamento en la arquitectura biológica de nuestro cerebro. Efectivamente si las emociones no tienen el mismo rango que los pensamientos es porque ocupan circuitos neuronales distintos –y más antiguos– que los circuitos del neocórtez.

Ahora bien; cometeríamos una gran injusticia –con la tradición y la experiencia de la humanidad, así como con el fenómeno emocional mismo– si consideráramos que la dimensión biológica de las emociones es la única, y que ella agota en lo fundamental el fenómeno. Ella ni siquiera agota la totalidad del dominio de la corporalidad. Hay otras dimensiones del cuerpo, como su dimensión social, sus implicancias culturales, el cuerpo como cuerpo vivido, como base de la auto-estima, de la obligación, etc. Ellos generan diversos fenómenos emocionales, irreductibles al mero dominio biológico, tales como el fenómeno del “género” –conductas culturalmente adecuadas a un sexo determinado–, el de sentirse bien con los signos que el medio social considera adecuados, dando origen al fenómeno de la moda, etc.

B) Desde el dominio del lenguaje podemos acceder a otra dimensión de las emociones, a saber: si queremos referirnos a ellas, necesariamente esta referencia pasa por el lenguaje. Y esto genera el fenómeno del control. Desde antaño se descubrió que, si lográbamos “detener”, “congelar” el fluir de la emoción, surgía una serie de posibilidades de “dirigirlas”. Si logro contar hasta diez antes de dar rienda suelta a mi ira, es posible que no golpee, o al menos suavice mi golpe…

Pues, ¿Quién no ha tenido, la experiencia de una conversación reconfortante, aquella que cambia el estado de ánimo en que me encuentro? ¿Y quién no ha tenido también experiencias de ese otro tipo de conversaciones: aquellas que me dejan abatido, mal humorado, desganado? Distinguimos aquí dos fenómenos distintos: aquel en que el contenido de la conversación me cambia la emoción; por ejemplo, cuando el jefe anuncia un aumento de sueldo o días de vacaciones pagadas; de aquel fenómeno en que la emocionalidad misma de la conversación es la que me lo cambia: el amigo depresivo que me deja “pegado” su estado emocional, la profesora entusiasta que me deja animado para seguir estudiando una materia, etc. Pues bien, en este segundo fenómeno conversacional, que transforma la emocionalidad en que me encuentro, es el espacio donde se constituyen todas las terapias y las consejerías, desde las tradicionales como el psicoanálisis y la gestalt hasta las más avanzadas como el coaching ontológico, la consultoría filosófica, entre otras. Esto es también una de las habilidades básicas del arte de la educación: generar el espacio emocional adecuado a la conversación de aprendizaje.

Si recordamos la coherencia entre los tres dominios básicos: lenguaje cuerpo y emoción, veremos que toda emoción tiene asociado un “relato” y una determinada corporalidad. No sólo siento rabia. Mi rabia se trasforma en indignación por sentir que se ha pasado a llevar lo que yo considero parte fundamental de mi ser, de mi integridad o de otras personas que yo valoro. No sólo siento miedo ante este peligro inminente que me acecha; siento angustia por no poder asegurar que la decisión que estoy tomando será la correcta en el futuro. Más aún, como ya lo veían los estoicos, no es lo que ha sucedido lo que me molesta, sino el juicio que hago sobre ello: “me humilló”, “me denigró”, “me dejó en vergüenza”, “no me reconoció”. Esta posibilidad de reinterpretar los movimientos emocionales nos permite generar un nuevo nivel de emociones, que sólo son posibles en la interacción de estos sentimientos básicos con una interpretación. Ellas serían las emociones más propiamente “humanas”, ya que no las compartiríamos con el resto de los animales que tienen sistema nervioso central, especialmente los mamíferos superiores. Así, aunque reconocemos en ellos emociones como el miedo, la alegría, incluso los celos, difícilmente reconoceré en mi perro la ambición, el altruismo, la vergüenza, etc.

Esta posibilidad del lenguaje de volver recurrentemente sobre las emociones y sus interpretaciones, generando así nuevas “capas” de emocionalidad, permite que, según sea el desarrollo de la conciencia de cada cual, surjan nuevas emocionalidad, cada vez más refinadas, universales, por decirlo de alguna manera, a saber: la compasión universal, el amor incondicionado, y otras experiencias de las que nos hablan santos, místicos y sabios.

En este entrecruce se origina de una de las interpretaciones más importantes en la deriva de Occidente con respecto de las emociones. Ya desde muy temprano aprendimos que no sólo podíamos comprender el mundo emocional, no sólo lo podíamos interpretar, agregando historias, que daban origen a otras emociones; no sólo podíamos expandir nuestra conciencia, generando fenómenos emocionales insospechados. Teníamos también la posibilidad de conectar las emociones con un espacio de lo ideal en particular: el dominio del “deber ser”. Este dominio del lenguaje –en particular relacionado con los actos de juzgar y de declarar– se abre a partir de aquella característica de los juicios, que consiste en aparecer siempre en una estructura polar. Así el juicio de lo “alto”, trae consigo el de lo “bajo”; el de lo “oscuro” lo “claro”; y por supuesto, el juicio de lo “bueno”, lo “malo”. Estos últimos juicios abren el dominio de los juicios éticos que, conectados con el espacio emocional, dieron origen a nuestra interpretación de “emociones buenas” y emociones malas”.

Dejemos esto en claro: desde el dominio puramente emocional, las emociones no son ni buenas ni malas; ellas están antes de la distinción lingüística entre lo bueno y lo malo. Pero una vez que conectamos el dominio emocional con el de la moral –o el de las conductas “correctas” e “incorrectas”– aparecen también las emociones “correctas” o “adecuadas”; aparece todo el ámbito de experiencias ligadas al “controlar” las emociones “inadecuadas”; incluso aparece la fantasía de la “bondad” de no sentir ciertas emociones “negativas”… Surge así todo una dimensión del comportamiento, todo un modo de valoración. Aristóteles sintetiza magistralmente este punto en su famoso dicho en la Ética a Nicómaco: “El que se encoleriza por las cosas debidas y con quien es debido, y además como, cuando y por el tiempo debido, es alabado” .

4. La emergencia del fenómeno emocional.
Hasta ahora hemos visto que la emocionalidad aparece, incluso en las interpretaciones más recientes, como un resultado marginal de procesos biológicos o lingüísticos. El fenómeno emocional queda reducido en el mejor de los casos, a la experiencia del sentir individual, como un proceso secundario, pero que otorga cierta ventaja comparativa, a la hora de competir por la supervivencia de la especie.

Pero, ¿es posible una mirada sobre las emociones que recupere e interprete el fenómeno desde sí mismo, y no reduciéndolo a otro estrato?
Obviamente no negamos que exista la relación del fenómeno emocional con otros dominios del ser humano. Queremos, sin embargo, llevar la atención a lo propiamente humano del dominio emocional.

Los seres humanos somos los únicos seres que habitamos en el tiempo. Somos temporales, y por ello, históricos. Sostenemos que el fenómeno emocional es primariamente un fenómeno temporal, y que es allí donde encontramos la clave de su interpretación, desde sí mismo. Ya San Agustín, en el conocido texto de las Confesiones nos recordaba que tanto pasado como futuro no existen, sino como pasados y futuro de este presente. Heidegger, con una maravillosa metáfora, los denomina los ex-stasis de la temporalidad.

¿Cómo se entrelazan ex-stasis y emociones?

En el dominio del pasado-presente, encontramos a las emociones como pre – disposiciones para la acción. La rabia me predispone a castigar y la compasión a cuidar.

El presente es el dominio de las vivencias de las emociones; ya me encuentro lanzado en un mundo desde una emoción determinada, ya abierto a ciertas disposiciones para la acción en las que ya me encuentro, transparente. Sencillamente vivo las emociones, estoy en ellas. Más bien, ellas me poseen. No puedo “hacer” nada por tenerlas, y tampoco soy “responsable” porque surjan.

En el dominio futuro-presente, vivo las emociones como apertura o como inquietud; es el ámbito de mis posibilidades: el dominio emocional me abre a las posibilidades más propias, así también a aquellas en que he caído, en las que me encuentro. También aquí aparece mi elección: si bien no soy responsable de haber caído en una emoción determinada, si soy responsable de permanecer en ella.

De alguna manera, esta interpretación nos abre a una suerte de clasificación: si bien todas ellas son, según el momento en que nos encontremos, tanto pre-disposiciones para la acción como vivencias y pre-ocupaciones, así también, algunas están fundamentalmente conectadas con un dominio temporal y no tanto con otros.

Así, la nostalgia, el remordimiento, la culpa, etc. son emociones que miran hacia el pasado, por decirlo así; su enganche es desde el pasado, con un evento en el pasado.

Hay una serie de emociones que están especialmente conectadas con la apertura que significa el futuro: me refiero, por ejemplo, al miedo, al terror y al pánico, cuando siento que mi integridad está en peligro; a la angustia, como la emoción que abre al modo de ser del hombre que llamamos el habitar, como ya lo mostró Heidegger. Encuentro también en esta conexión con el futuro emociones como la esperanza, el optimismo, etc.

Si bien todas las emociones están conectadas con este ex-stasis que es el presente –desde este instante es en donde vivo lo que vivo– pareciera que hay ciertas emociones que se abren sólo al presente. Tal es así el caso del aburrimiento, en que vivenciamos el anonadamiento del ser mismo de los entes; o la paz, emoción que surge cuando el pasado está cerrado, sin dejar huellas en nuestro ahora, sin mácula.

Pero todavía hay un aspecto fundamental de la fenomenología de las emociones que hasta ahora sólo hemos insinuado. La visión biológica, sumada a la interpretación psicológica del mundo emocional, ha reducido el dominio de las emociones al territorio de lo individual –y sólo secundariamente y de modo marginal, a un fenómeno social, casi como mera repercusión –.

Sostenemos, en cambio, que el fenómeno emocional es fundamentalmente junto con otros, dado que el modo de ser de los seres humanos es originariamente social –o como lo dice Heidegger, es parte de nuestra estructura fundamental el “ser-con” otros . Y en este encuentro con el otro es que aparecen una serie de emociones que, aunque encuentran su asiento en el individuo, no se reducen a él: son sociales.

Así encontramos el origen de ciertas emociones en la constitución social de la realidad por parte de seres humanos, tanto en su experiencia interior -la experiencia de cómo una comunidad vive ese dominio social determinado-, así como en su expresión objetiva: las estructuras sociales que cada comunidad construye, desde la familia, ciudades y países; las organizaciones y sus relaciones, como la economía, la educación, etc.

Así, podemos estructurar el mundo emocional tanto en su dimensión individual interior, intima como en su aspecto individual objetivo, que considera las descripciones conductuales y fenomenológicas de las diversas emociones. Es decir, todos los aspectos de la emoción que pueden ser observables, medibles, evaluables por los métodos tradicionales de las ciencias. Y también su dimensión social, tanto vivencial como estructural objetiva.

Esto nos permite distinguir emociones que aparentemente están muy cercanas, o que en la vida cotidiana difícilmente distinguimos. Por ejemplo, vemos que la culpa es una emoción individual interior, que tiene que ver con haber violado mis propios códigos de valoración, que aunque provengan de estándares y valores de mis tradiciones y creencias (el dominio comunitario), la vivo como un espacio de condena a mí mismo desde mí mismo. No así, por ejemplo, la vergüenza, que tiene ver con el romper los estándares de mi comunidad, y que afecta, por tanto, mi identidad pública. Por otra parte, podemos distinguir la vergüenza de la turbación, en tanto que la señal distintiva de la última está asociada fuertemente a un componente exterior –rojez sorpresiva, etc.

Pertenecerán a la vida individual intima aquellas emociones más básicas: alegría, tristeza, la serenidad, la seguridad, el arrepentimiento, etc. Y las podremos distinguir del aquellas emociones que me conectan con la comunidad, como la admiración, la envidia, el desprecio, la lástima, la compasión y los celos, pero también podemos encontrar aquí la arrogancia, el pesimismo o la resignación, etc. Hay una serie de emociones gatilladas por estructuras sociales a las que pertenecemos, aunque las vivimos como si fueran personales: me refiero a emociones como el orgullo patrio, la indignación –cuando está comprometida mi visión de la independencia, autonomía e individualidad, es decir, nuestra dignidad- etc.

Esta distinción nos abre a la inquietante hipótesis que quizá haya emociones que vivo desde el espacio individual intimo, pero que pertenecen al dominio social, tanto a la comunidad en que vivo, o a la estructura social en que me encuentro. Así, mi resignación o mi resentimiento quizá no provienen de mi propia vivencia sino del clima de mi lugar de trabajo, del barrio en que vivo, o de mi profesión, o del estado anímico del país, etc.

Sostenemos que el fenómeno emocional no se reduce así al dominio individual, ni siquiera al dominio social, sino habría dominio epocal que estaría influyendo en mis emociones y estados de ánimo. La investigación de tal dominio quedaría fuera del campo de la psicología y de la biología, trascendería el campo de la sociología de las emociones y tendría que ver más bien con una fenomenología y una historia de los modos de ser de los seres humanos…

5. Hemos echado sólo un vistazo al fenómeno emocional. Podemos ver que este es el sustrato de todo el fenómeno del aprender. Que la apertura que los seres humanos somos -apertura a los nosotros mismos, a los otros, al mundo, a la trascendencia- es una apertura fundamentalmente emocional. Pues bien, ¿qué desafíos nos impone esta interpretación sobre nuestro actual sistema educativo? ¿Qué trasformaciones tendremos que hacer los docentes, para estar a la altura de nuestra misión como maestros? ¿Y que significará estar en un sistema donde los alumnos dejen de serlo para convertirse en aprendices?

Dejemos resonar estas preguntas. Que ellas hagan su labor, antes de intentar responderlas

Delors, Jacques. La Educación encierra un tesoro. Correo de la Unesco, Mexico, 1997.
Cfr. Simon, Josef. Filosofía del signo. Gredos Madrid 1998, p. 60 ss.

Heidegger, Martín. ¿Qué significa pensar? Ed. Nova. B.A. 1958; p. 20.

Recientemente ha aparecido en el ámbito del management el interés por incorporar la dimensión emocional el las teorías de toma de decisiones. Esto se ha visto impulsado por una avalancha de libros, como la dirección por valores, procesos de calidad total, etc. Hago notar esto, pues han empezado a aparecer voces que señalan que el ámbito más relevante en la innovación de procesos de aprendizaje ya no son las escuelas, ni las universidades, sino se que se estaría produciendo en las organizaciones, particularmente en las empresas.

Este estrato fue puesto al descubierto por M. Heidegger en la estructura que denomina “estar-en-el-mundo”. Sostenemos que la incorporación de este estrato en la interpretación del modo de ser de los seres humanos marca el fin de la concepción moderna de la realidad.

Obviamente reconocemos en la historia occidental una gran variedad de vías de acceso a nuestro fenómeno que aquí no tocamos. Muchas veces estas interpretaciones aparecían como negando la validez de otras. Por ello todavía encoantramos en muchos manuales la interpreación de la biología como contrapuesta a la de la psicología, o la economía, etc. Nuestra intención es ofrecer un marco teórico más radical donde cada una de ellas tenga su lugar. En este caso lo opuesto a una gran verdad no es el error o la falsedad sino otra gran verdad.

Cfr. Antonio R. Damasio: El error de Descartes. La razón de las emociones. Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996 p. 157 ss. Este libro que tuvo el mérito de poner nuevamente en el tapete el tema emocional desde la perspectiva biológica, –junto al texto más bien de divulgación de D. Goleman: La inteligencia emocional. Javier Vergara Ed. Madrid. B.A., 1996. Para la relación entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico y sus consecuencias, cfr. la interesante hipótesis de Francisco Varela, por ejemplo en: “La autoidentidad del cuerpo” en: Daniel Goleman y otros: La salud emocional. Conversaciones con el Dalai Lama sobre la salud, las emociones y la mente. Kairos, Barcelona, 1997.

Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1125b.

Cfr. Damasio, Antonio: opus. cit. cap.7, especialmente p. 157 ss.

Cfr. Damasio, Antonio. ibidem.

Cfr. Heidegger, Martin. Ser y tiempo, parágrafo 26.

Proponemos aquí una interpretación inspirada en el conocido esquema de Wilber. Cfr. Wilber, Ken: Sexo, Ecología y Espiritualidad y Breve historia de todas las cosas. Kairos. Barcelona, España.

Nhat Hanh, Thich. La paz está en cada paso. Sello Azul, Santiago, Chile. 2000,

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