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Ene 17, 2020
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Australia y los mundos que se pierden en el fuego

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Tres investigadores explican qué hay detrás de una de las mayores catástrofes ambientales de la historia reciente. La transición socioecológica y la lucha territorial, caminos urgentes para paliar una crisis climática y social que ya está en ciernes.

Los bosques del sudeste australiano arden y siguen ardiendo desde septiembre de 2019, con pérdidas de vida silvestre comparables a las anteriores extinciones masivas. La diferencia está en que, esta vez, las causas no fueron fortuitas: se trata del cambio climático, sí, amplificado por el uso destructivo del ambiente.

Al día de hoy, se estima que, en Australia, mil millones de animales y decenas de personas murieron por el fuego que ya arrasó 10 millones de hectáreas de bosque. Todo un patrimonio natural y cultural difícil de recuperar.

¿Cómo se llegó hasta acá?, ¿qué rol ocupa el sistema en este escenario?, ¿qué formas de actuar y ver el mundo establece?, ¿hay alguna alternativa? A estas preguntas? Tres investigadores responden a estas preguntas.

En la cuerda floja
Hace algunos meses, el informe del Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services (IPBES) de la ONU había advertido que el 75 por ciento de los entornos terrestres se ven gravemente deteriorados por las actividades antrópicas, y que un millón de especies estaban en peligro de extinción.

El estudio sostenía, además, que el uso intensivo del suelo, el agua y otros recursos naturales, y los modos de producción y consumo son factores que contribuyen al cambio climático, emitiendo gases de efecto invernadero a la atmósfera, elevando la temperatura del planeta y generando fenómenos meteorológicos extremos, tales como olas de calor, tormentas, inundaciones, sequías e incendios forestales.

Lo que el informe no advertía era que esos pronósticos se iban a experimentar antes de lo previsto, con una intensidad y recurrencia cada vez mayor. “Está empezando a notarse lo que la ciencia viene diciendo hace años: que iban a aparecer tragedias cada vez más grandes con impactos cada vez más notorios, que no necesariamente se iban a ver en el mismo lugar donde se producen los impactos”, explica el investigador y ecólogo de la conservación, Sergio Lambertucci.

Según el experto, a pesar de las tragedias anunciadas, los niveles de consumo actuales “denotan que no se ha tomado conciencia de que este accionar nos puede llevar a la extinción”. En rigor, señala que el estilo de vida dominante, incentivado por el éxodo hacia las grandes ciudades, y la idea del “desarrollo” como un bien en sí mismo, ven a la naturaleza como algo a explotar sin límites, sin consciencia de los daños evidentes.

“Pareciera ser que, si un país no crece o si uno no consume todo el tiempo, está condenado a estar mal. En un mundo limitado, eso no es viable. Y hay un montón de países, los llamados desarrollados, que realmente llevan tasas de consumo per cápita muy superiores a las que nuestro planeta soporta”, explica el investigador.

Por su parte, la filósofa y bióloga Gabriela Klier advierte que las raíces del problema están en la idea del “hombre” contra la naturaleza, como una realidad universal. “Cuando hablamos de que el humano destruye –señala- nos estamos olvidando de que, en realidad, se trata de un sistema político y económico capitalista en el que habitamos, donde ciertas acciones y vínculos son posibles y otros no. No es un problema de la humanidad como un todo”.


Cambiar la mirada
En este marco dominante, Klier sostiene que lo que se pierde con los incendios es la biodiversidad pero, también, las culturas, territorios y distintos tipos de relaciones con el entorno, no necesariamente capitalistas o mercantilizadoras de la naturaleza: “Parece que no es el fin del planeta Tierra, sino la muerte de mundos singulares, espacios que van desapareciendo en pos de este modo en el que estamos viviendo”.

Más aun, Klier sostiene que el paradigma del “humano” disociado de la “naturaleza”, y de lo natural como objeto de consumo, no permite encontrar soluciones a la tragedia por fuera de esa mirada muy propia “del método científico y de la modernidad”.

Por ejemplo, entre las respuestas al drama que viven los animales autóctonos –como el koala – se apela a la “adopción”, al envío de donaciones monetarias o, incluso, a la compra de merchandising para “salvarlos”. Por otro lado, la semana pasada, el Departamento para el Ambiente y el Patrimonio de Australia sacrificó alrededor de 10 mil ejemplares de camellos salvajes para disminuir su consumo de agua.

En ambos casos, en apariencia opuestos, el vínculo hombre-naturaleza es similar. Por un lado, “la idea de salvar a los koalas –expresa Klier- se parece más a un acto de consumo que a una búsqueda de formas no dañinas de convivencia con estos animales y sus entornos”.

Por otro lado, la matanza de camellos refuerza la separación entre lo humano y lo animal, donde sólo se valora lo vivo “en tanto útil, endémico y/o carismático”. “Así, el “cuidado del agua” y otras formas de conservacionismo no consideran aquellos movimientos que denuncian –desde un antiespecismo- la violencia hacia animales no humanos”, desarrolla la investigadora.

Desde otra perspectiva, Lambertucci señala: “Las especies nativas que nos rodean no sólo tienen el mismo derecho que nosotros a vivir en este planeta, sino que incluso muchas nos proveen servicios fundamentales para nuestra supervivencia. La naturaleza contribuye a un bienestar del ser humano, y es necesario convivir con esa naturaleza y aprovechar los recursos de una manera sustentable”.

Hasta aquí, la transición a una mirada más compleja del medio ambiente, con sus dinámicas, ciclos y estructuras, podría incluso permitir otra lectura del fenómeno que hoy nos ocupa: el fuego.

“Los incendios –desarrolla Lambertucci- han sido parte modeladora de la biodiversidad. Varios de los ecosistemas de Australia se han visto favorecidos por la presencia de incendios. Son ecosistemas que evolucionaron por miles de años con incendios de cierta frecuencia e intensidad, que les han dado a las especies el tiempo a responder a ellos”.

Y continúa: “Lo que sucede es que, cuando empieza a haber cambios drásticos en las condiciones ambientales, producto, por ejemplo, del calentamiento global, estos favorecen que los incendios sean más recurrentes o con mayor intensidad y que muchas especies no puedan responder”.

Contemplar la relación de las especies con el fuego hubiera sido útil para saber que los grandes monocultivos de eucalipto –una especie que beneficia la expansión de las llamas- no hubieran sido convenientes en una zona con tendencia a la sequía, como lo son los bosques australianos.

Crisis ambiental y humanitaria
Los incendios forestales de Australia, tal como ocurrió con los de Amazonia, mantienen en vilo a la comunidad internacional, pero la rueda que los favorece –el monocultivo, la minería y la energía de origen fósil- sigue sin detenerse.

Por el contrario, algunos jefes de Estado como Donald Trump, Jair Bolsonaro y Scott Morrison no solo niegan el cambio climático y sus causas, sino que, además, promueven el avance sobre ecosistemas enteros a fin de reducirlos a suelo productivo, con el “desarrollo” como slogan.

“La catástrofe hoy se ve y es planetaria: seguimos enfrentando las consecuencias de lo ocurrido en la Amazonia. De hecho, de otras regiones se habló menos pero, en Bolivia, por ejemplo, también hubo incendios forestales importantes”, destaca el ingeniero agrónomo e investigador Walter Pengue, uno de los referentes del informe de la ONU.

“Ahora mismo –continúa el investigador- en África y, especialmente, en Madagascar, están aprovechando que todos los focos de las cámaras de televisión apuntan a Australia para quemar una parte sustancial de hábitat en pos de la producción de materias primas de exportación”.

Esos usos de los bienes comunes no solo afectan a la biodiversidad que, en Australia, cobra una relevancia especial por sus especies endémicas. Las catástrofes ambientales se intensifican con el cambio climático, destruyendo hábitats completos de los que, cada año, huyen millones de personas.

La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) señaló que, solo en 2017, se registraron 18,8 millones de nuevos desplazamientos internos relacionados con desastres naturales o con pérdida de las condiciones para la subsistencia. Según el Banco Mundial, esa cifra escalaría a 140 millones para el año 2050.

Para Klier, los desastres climáticos no solo hablan de un modo de producción depredador del ambiente y de un vínculo humano-naturaleza problemático, sino de una “crisis de la democracia”.

“No podemos separar la crisis ambiental de la crisis social, donde justamente hay pocas personas que deciden por muchas. Si pudiésemos decidir más activamente sobre nuestro territorio y nuestro habitar, estaríamos más atentos al calor que pueda provocar incendios, no tiraríamos cianuro, no utilizaríamos glifosato: si pasan estas cosas es porque quienes deciden por los destinos de los lugares no viven ahí”, argumenta la investigadora.

Las soluciones
Tanto Lambertucci, como Klier y Pengue coinciden en que el panorama medio ambiental global, que excede los pronósticos del ámbito científico, requiere de cambios radicales y urgentes. Fundamentalmente, en las ideas que se tiene sobre el entorno, los vínculos con esos espacios y con quienes los habitan.

Desde la biología de la conservación, Lambertucci propone una toma de conciencia acerca de cómo nos relacionamos con los recursos y qué impacto tienen nuestras acciones, como la generación de basura, el uso de recursos no renovables y la emisión de contaminantes.

En esa línea, propone disminuir el consumo a lo necesario para vivir, aprovechar aquello con lo que se dispone territorialmente y evitar el traslado de especies exóticas animales y vegetales. Además, sugiere la reconversión hacia productos sustentables, sobre todo, en materia de alimentos y consumo de energías provenientes de combustibles fósiles.

“A pesar de que hace muchos años que tenemos claro que esto va a pasar, las tendencias de consumo y la emisión de dióxido de carbono siguen creciendo. Quizás estamos a tiempo de frenarlo, pero para hacerlo necesitamos de un cambio radical a escala mundial, y de eso sí que no sé si estamos conscientes”, sostiene el ecólogo.

Por su parte, Pengue propone “la agroecología como camino” e ir avanzando hacía una “transición socioecológica”, en la cual “las sociedades cambien sus actitudes entre ellas mismas y hacia el ambiente y, parados desde ahí, miren otros sistemas de vida, de producción y transformación, y comiencen a aparecer alternativas”.

“Creo que, desde esta muerte de mundos, se está viendo cada vez más la urgencia de repensar lo que nos fue dado. Muchísimas comunidades a lo largo de América Latina y del mundo están luchando por otras formas de habitar que no entiendan a la naturaleza solo como un instrumento o una mercancía”, señala Klier, y es Pengue quien resume todo en una frase: “La clave está en la humanidad”.

Fuente: www.ecoportal.net
Por Carolina Vespasiano

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Medio ambiente
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