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May 19, 2014
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Competir o colaborar

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Competir o colaborar
La naturaleza está llena de ejemplos de rivalidad entre los seres vivos, pero también de cooperación
En sus primeros argumentos, el darwinismo conjugaba el verbo competir con cierto entusiasmo, pero hoy sabemos que la evolución no solo funciona a golpe de feroces competencias sino también de sofisticadas cooperaciones. La competencia afila las armas, apura los límites, traza fronteras, inventa tácticas, pero deja la cuneta del camino plagada de víctimas.

La cooperación, en cambio, inventa nuevas armas, aleja los antiguos límites, difumina fronteras y explora estrategias innovadoras, aunque, eso también, al alto precio de sacrificar alguna identidad ancestral. La siguiente pregunta es: ¿qué ha pesado más en los más de 3.000 millones de años de evolución, la competencia o la colaboración? La competencia, se diría, precede a la cooperación, pero a la larga la segunda es más estable, eficaz y sostenible que la primera.

Fuente : http://www.elperiodico.com/

 

JORGE WAGENSBERG
Facultad de Física de la Universidad de Barcelona

Hay algo que comparten todos los seres vivos: la ilusión por seguir viviendo. De ahí quizá la universal prioridad de lo propio sobre lo ajeno y el recelo con el que un individuo vivo se mira de entrada a cualquier vecino. Inicialmente se impone la competencia, pero cuando esta se pasa de rosca vivir se puede convertir para algunos en una misión penosa con alto riesgo de fracaso. Surge entonces un mecanismo poderoso y recurrente: la cooperación. Ocurre, por ejemplo, cuando ciertos individuos desesperados deciden colaborar para crear una nueva individualidad mejor pertrechada para lidiar contra la incertidumbre que les ha tocado. Si los individuos son similares entre sí el resultado es un colectivo cuyo grado de individualidad puede ser bajo (como una manada), alto (como un hormiguero) o máximo (como un organismo pluricelular). Si los individuos son muy distintos el fenómeno se llama simbiosis y la cooperación puede cristalizar en una individualidad tan fuerte e irreversible como los líquenes (engendrados por hongos y algas).

Muchos parásitos desaparecen por no encontrar la manera de negociar con sus hospedadores, es decir, por su incapacidad para pactar a tiempo una situación intermedia de beneficio mutuo, o sea, por no saber reconvertir a tiempo su parasitismo en una simbiosis. Durante miles de millones de años el planeta estuvo habitado solo por bacterias y la evolución no dio su siguiente gran zancada hasta que diferentes tipos de bacterias firmaron acuerdos de íntima e irreversible cooperación. Es la simbiogénesis, gracias a la cual apareció la célula con núcleo y, con ella, el camino hacia las plantas y los animales.

Esta tendencia, según la cual individuos en crisis cooperan para inventar una nueva individualidad viable, explica en parte la fabulosa diversidad que hoy admiramos. En sus primeros argumentos, el darwinismo conjugaba el verbo competir con cierto entusiasmo, pero hoy sabemos que la evolución no solo funciona a golpe de feroces competencias sino también de sofisticadas cooperaciones. La competencia afila las armas, apura los límites, traza fronteras, inventa tácticas, pero deja la cuneta del camino plagada de víctimas.

La cooperación, en cambio, inventa nuevas armas, aleja los antiguos límites, difumina fronteras y explora estrategias innovadoras, aunque, eso también, al alto precio de sacrificar alguna identidad ancestral. La siguiente pregunta es: ¿qué ha pesado más en los más de 3.000 millones de años de evolución, la competencia o la colaboración? La competencia, se diría, precede a la cooperación, pero a la larga la segunda es más estable, eficaz y sostenible que la primera.

El dilema entre competencia y cooperación se replantea, por selección cultural, en la convivencia humana. ¿Cómo decidir en cada caso si competir o cooperar? ¿Cómo tratar al compañero, al colega, al adversario…? ¿Las empresas compiten más que colaboran? Las farmacéuticas, las editoriales, las orquestas, las naciones, las ciudades, los servicios secretos, las universidades, los artistas, los políticos, los profesores o los alumnos… ¿qué hacen más, competir o colaborar? El instinto y los genes piden competencia. La inteligencia y la memoria, más bien colaboración. ¿Y los científicos? En principio, todo científico se beneficia de la ganancia de conocimiento, proceda este de donde proceda. La estrategia de la investigación científica a través de los tiempos y de las culturas solo puede ser de colaboración. Pero a veces la táctica contradice la estrategia y no es poca la competencia que emerge entre universidades, entre grupos de investigación de una misma universidad, incluso entre los miembros de un mismo grupo de investigación. Existe tanto la competencia sana y virtuosa como la colaboración enfermiza y viciosa, sí, pero ¿qué pesa más en la adquisición de nuevo conocimiento, competir o colaborar?

En el mundo de la ciencia se pueden encontrar ejemplos de todos los colores. Uno de los casos más notables fue protagonizado por dos científicos que empezaron cooperando y admirándose mutuamente pero acabaron por aborrecerse en una de las rivalidades a la vez más productiva y vergonzosa de la historia de la ciencia. Los paleontólogos O.C. Marsh y E.D. Cope se disputaron el título de padre de los dinosaurios americanos coincidiendo con la épica y cinematográfica conquista del Oeste. Entre ambos llegaron a definir 142 especies nuevas de dinosaurios, pero fue a costa de arruinar sus vidas espiando, sobornando, robando e incluso destruyendo fósiles, obsesionados como estaban por desprestigiarse el uno al otro. La construcción de la física cuántica, en cambio, a principios del siglo pasado, fue un bellísimo ejemplo de cooperación entre grandes pensadores: Planck, Einstein, Bohr, Schrödinger, Heisenberg, Born, Dirac…

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