Algunos pensarán que un instrumento tiene tan solo relación con la música. Que es un objeto aislado del resto de industrias y artes, y que su historia no es más que el relato de un músico que lo toca, una orquesta que da vida, una partitura que habla.
Artesanía, industria, belleza, son algunas de las palabras que vienen a la cabeza tras leer durante un tiempo historias que se conforman alrededor de la música. Un instrumento en un lugar determinado no habla solo en clave musical, también lo hace en clave histórica, profesional, ebanista. La lírica contemporánea es el resultado de cientos de acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado y que han moldeado sociedades hasta llegar a conformar la de hoy.
Un violín también es historia
Tras quedar prendada del sonido de un violín, Helena Attlee (Kent, 1958), sintió unas ganas irrefrenables de conocer los orígenes del instrumento. La vida de la escritora siempre ha estado ligada al arte.
Tras graduarse en Historia del Arte, Atlee fue ganando prestigio como curadora y organizadora de exposiciones. La relación de la autora con la música tuvo sus barreras en el pasado, y no fue hasta que escuchó el sonido del violín de Lev que se despertó de forma explosiva su pasión por los compositores clásicos.
Dispuesta a descubrir los orígenes del instrumento, viajó desde Escocia hasta el sur de Rusia, pasando por Cremona, donde vivieron los mejores luthiers de la historia. En el viaje hacia esos orígenes, fue relatando sus pasos y terminó por dar a luz a El violín de Lev (Acantilado). Mientras abría armarios escondidos llenos de víctimas y culpables, propietarios y mafiosos, se vio ilustrando la memoria de una guerra.
Si bien el relato de Helena Attlee nació de un ímpetu irracional por descubrir la historia de un instrumento anónimo, pronto se dio cuenta de que el rastro del violín le permitía abrirse a vidas que experimentaron un pasado plagado de violencias. Víctimas del holocausto, soldados nazis, militares rusos y estrategias de propaganda que se sirvieron de la música para someter a naciones enteras. A medida que escribía –y caminaba– su propio relato, fue descubriendo la capacidad de la música de influir en el transcurso de la historia y proyectar una visión única.
Leer El violín de Lev es sobrevolar al pasado esplendoroso de Italia y sus cortes plagadas de música, con nobles a la espera del gran compositor. El mundo eclesiástico y sus iglesias venecianas que vieron crecer la afluencia de fieles tras incorporar la música en sus ceremonias. También vagabundos que se escamparon por Europa, a sabiendas de que su reputación como italianos les permitiría ganarse un espacio en el mundo de la música.
Pero no solo encontramos orquestas. También bosques alpinos que albergan los mejores árboles, cuya madera es trabajada por reconocidos ebanistas, que más tarde entregan sus piezas a un luthier, que trabajará el instrumento que dará voz a un músico.
El violín de Lev es un viaje al corazón de la cultura italiana desde la música, capaz de cambiar la vida de las personas y moldear una cultura entera, pero también es una invitación urgente a reflexionar sobre el valor de los relatos y también el de los objetos.
La universalidad de la música
La universalidad de la música también inspiró al escritor Akira Mizubayashi (Sakata, 1951), quien nos adentra en un lenguaje lleno de lírica, capaz de traspasar barreras culturales y lingüísticas. Mizubayashi estudió en la universidad de Tokio y después se mudó a París, donde se estableció de forma permanente y obtuvo un doctorado en Literatura Francesa en la Sorbona. Hoy es profesor universitario y su obra literaria explora temas relacionados con la identidad cultural y lingüística, migración y memoria. Su obra más conocida es Une langue venue d’ailleurs (Gallimard, 2009), donde reflexiona sobre su propia identidad como japonés que escribe en francés. Mizubayashi ha sido galardonado con varios premios literarios y en el 2011 recibió el Prix du Rayonnement de la Langue et de la Littérature Françaises por su contribución a la cultura y la literatura.
Relatos de la música como testigo histórico, lenguaje universal, refugio o propulsora de las pasiones humanas
Su último libro Alma partida (Edhasa), se sitúa en 1938, con un relato que transcurre en el marco de la dictadura japonesa. Las tensiones políticas y culturales ahogan al país y cuatro músicos encuentran en la música un refugio, que deben mantener en silencio si quieren evitar el control militar. El japonés Yu y cuatro amigos suyos se reúnen para ensayar la sonata de Schubert, Rosamunda. Con sus cuerdas crean un oasis amigable que les permite desconectar del ambiente de terror que impregnó el país durante la dictadura. En una de sus sesiones, son descubiertos y capturados por la patrulla militar japonesa. Rai, el hijo de Yu, observará la escena desde debajo de su cama y verá cómo uno de los militares hace añicos el violín de su padre. El pequeño quedará huérfano y será adoptado por una familia francesa en París, pero la música nunca desaparecerá de su ADN y se convertirá en el mejor luthier de la capital. Atormentado todavía por esa escena que marcó su infancia, Rai restaurará el violín de su padre y viajará a Japón, donde logrará cerrar el círculo de la justicia.
La música aparece en la novela como un lenguaje que atraviesa al personaje de principio a fin, como un tormento y como un alivio al mismo tiempo que le permite sostenerse sobre sus raíces en un continente extraño. También le ayuda a sanar el dolor del pasado en un país que le arrebató a su padre con la peor de las violencias. La memoria y la música bailan de la mano en la novela de Mizubayashi a partir de una historia que atraviesa fronteras, y que terminó por ganar el Premio de los Libreros de Francia en el 2020.
Partitura de Scarlatti
El recuerdo y la música también atraviesan a la escritora Hélène Gestern (Nancy, 1971), esta vez desde un lugar más doloroso. Profesora e investigadora en la Universidad de Lorena, uno de los temas favoritos de la autora es la fotografía y el poder que ejerce sobre la memoria, y este tema articula su obra. En su última novela 555 (Errata Naturae) –menos idealista que el resto– la música es el motor de la peor de las avaricias y un brebaje capaz de saciar la sed de venganza en personajes inundados de rencor.
El ebanista Grégoire Coblence descubre una partitura anónima en el interior de un estuche de violonchelo –comienzan las disonancias en la historia de Gestern–. Las posibilidades de atribuir la partitura a Scarlatti, uno de los más reconocidos compositores de clavecín, despierta la codicia de muchos que se involucrarán de pleno por demostrar que la composición es de un valor incalculable. Junto con su socio luthier Giancarlo Albizon, el ebanista se pondrá en contacto con una famosa clavecinista, un coleccionista belga y un musicólogo, y con ellos comenzará una partida de ajedrez con una pregunta en el eje del duelo: “¿Será que Scarlatti compuso 556 sonatas, en lugar de 555?”.
Gestern no trata la música desde su vertiente romántica sino todo lo contrario. En 555 leemos un relato de una psicología más impura, dominado por el ansia de riqueza, el rencor, la mentira. Los personajes de la historia parecen estar dispuestos a todo con tal de salirse con la suya, y el amor –que en la novela anterior era motor de sanación– es aquí propulsor de venganza. También la música.
Gestern escribe un thriller elegante y absorbente. Asonante, a veces, aunque en su mayoría disonante. Gracias a ella descubrimos cómo el poder de los nombres y el talento de los compositores es capaz de despertar las peores avaricias en quiénes están tan cegados por el lucro que olvidaron la belleza. Mediante una partitura, un gremio de ebanistas y luthiers y algunos corazones dolidos, Gestern ahonda en la universalidad de la psicología humana, con todas sus luces y sombras.
Música, amor y el mar
Hasta ahora hemos leído sobre la música como testigo histórico, lenguaje universal y propulsora de las pasiones humanas. Pascal Quignard (Veurneuil-sur-Avre, 1948) nos acerca a la música como refugio. El autor nació en una familia de gramáticos y organistas y llegó a ser secretario general de Gallimard y dirigir en Versalles el Festival de Ópera Barroca, carrera que abandonó para dedicarse de pleno a la escritura. La obra literaria de Quignard se vertebra sobre el pensamiento y la belleza y sus libros son ensayos, poemas y novelas al mismo tiempo. Recientemente le ha merecido el prestigioso premio Formentor de las Letras al conjunto de su obra, que recogerá en septiembre en Canfranc (Huesca).
La última novela de Quignard, El amor el mar (Galaxia Gutenberg), se sitúa en el año 1652, en medio de una Europa devastada por las guerras religiosas. El caos en un clima de protestas, el hambre y las epidemias, el vandalismo empedernido y las revueltas brutales contra el poder monárquico inundaron la Europa del siglo XVII. Es en este momento cuando Pascal Quignard decide resucitar a grandes músicos que habíamos olvidado. Leemos en escena al clavecinista alemán y compositor de la primera suite barroca Jakob Frogeber (1616-1667). También al laudista Charles Flery de Blancrocher (1605-1652) que se suicidó tirándose por una escalera, y a muchos otros cuyos nombres habíamos olvidado.
Un instrumento en un lugar determinado no habla solo en clave musical, también lo hace en clave histórica
La música acompaña la triste historia de amor entre la violinista Thullyn y el virtuoso copista y compositor Lambert Hatten. Ella lo abandonará para retirarse a Suecia, frente al mar. En una simbiosis entre el amor, el océano y la música, el autor consigue una especie de éxtasis sensorial con un toque deprimente, tal vez fruto de la añoranza que siente por su hermano violonchelista que murió durante la pandemia del coronavirus. Juntos tocaron música durante años y ambos se encontraban en esa complicidad silenciosa, al unísono de la belleza. Tal vez el libro sea una forma de reencontrarse.
Algo de este recuerdo pandémico nos devuelve al contexto de la novela, esclavizado por una incertidumbre vital debido a las pestes y la violencia. La música barroca, impulsiva, salvaje e irrefrenable que sigue viva hoy por incomprensible y misteriosa, al igual que el libro de Quignard. A través de monólogos interminables, obras de arte y paisajes grises pasados por agua, el autor mezcla pintura y ficción, arte y literatura, realidad e imaginación. Salimos de la lectura algo aturdidos, como lo hacemos tras escuchar música barroca, como si el autor haya logrado transcribir con palabras un estilo musical que evoca tantas cosas.
De Amberes a Estocolmo, de París a Ostende hasta llegar a una de las islas de Constantinopla, deambulamos con Quignard por el pasado y el presente como si formáramos parte de una marea caprichosa que nos lleva a la Europa de las mil historias, por la que empezaban a circular las líneas que darían paso al intercambio de partituras, el tráfico de instrumentos y, sobre todo, la fusión de una globalidad fruto de miles de ideas, arte y amores.
Entrevista a Helena Attlee, autora de ‘El violín de Lev’
“La historia del instrumento es también la historia de la guerra”
Escuchar la melodía del violín de Lev supuso un punto de inflexión en su vida. ¿Qué sintió frente al escenario?
Mi conexión con la música comenzó cuando el violinista Greg Lawson entró en el escenario y comenzó a tocar el violín. El sonido me llegó directamente al corazón; sentí como si el instrumento conversara directamente conmigo.
Cuando tomó la decisión de ir tras el rastro del violín, ¿fue desde un lugar impulsivo o racional?
Comenzar a investigar la procedencia del violín fue un acto impulsivo. Comencé a desarrollar una especie de lealtad para con la historia que me dio fuerzas para continuar. Fue un proceso arduo y me encontré con muchos callejones sin salida, pero la aventura me permitió realizar viajes extraordinarios; desde Escocia hasta el sur profundo de Rusia, visitando músicos, talleres de luthiers, bosques y conservatorios. Comencé a llenar mis días con el sonido de Corelli, Sammartini, Vivaldi, Tartini y otros compositores de la época. Sentía como si la música clásica formara nuevas sinapsis en mi cerebro y eso me ayudaba a avanzar en la historia. Poco a poco me fui adentrando en la comunidad de músicos y artesanos, y hasta llegué a visitar la escuela estatal de luthiers en Cremona, donde acuden estudiantes de todo el mundo para aprender a fabricar violines, como lo hacía Andrea Amati hace cuatrocientos cincuenta años.
Las artes y su comercialización promovieron la europeización, e Italia fue uno de sus países más espléndidos. Cuando comenzó a escribir el libro, ¿pensó en el potencial histórico del relato o surgió de forma espontánea?
Durante mucho tiempo dudé antes de escribir sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Soy consciente de que es una historia que se cuenta a menudo y creía que no me correspondía a mí hacerlo. Sin embargo, trazar el pasado del instrumento me ayudó a darme cuenta de que los violines tienen un punto de vista único sobre el pasado, y eso me fascinó. Durante la guerra, los violines fueron saqueados una y otra vez, primero por los nazis y luego por los soldados rusos. Estos saqueos hicieron que los instrumentos recorrieran Europa durante las distintas fases de la guerra y yo necesitaba saber cómo había acabado el violín de Lev en Rusia, así que la historia del instrumento es también la historia de la guerra.
Escribe sobre los violines como negocio, un sector que se aleja del romanticismo que la mayoría atribuimos a la música clásica y sus instrumentos. ¿Es una invitación a reflexionar sobre el valor de los objetos?
Efectivamente, el libro es también un interrogante sobre la forma en que nos relacionamos con los objetos de nuestra vida, cómo los valoramos y hasta qué punto importa su verdadera identidad. Me interesaba ver cómo valoran los violines distintos sectores de la sociedad. Para un músico, el violín es una herramienta y un medio para ganarse la vida y lo que importa es su voz. Para gestores de fondos, banqueros, coleccionistas y fundaciones, los violines son una inversión fiable, ya que mantienen su valor en tiempos de crisis. Con el tiempo, me fui dando cuenta de que lo que realmente me importaba era la voz del violín y mi interés por su procedencia disminuyó, aunque me alegra haber llegado hasta el final de la historia.
Ahora que ha salido del anonimato, ¿adónde ha ido a parar el violín de Lev?
Cuando terminé el libro, estaba muy deteriorado y no se podía tocar, así que puse en marcha una campaña de financiación colectiva. Con más de diez mil libras recaudadas, lo enviamos a Londres para su restauración. Tardaron un año en ponerlo a punto. Ahora está de nuevo en manos de Greg. Tras grabar un disco, lo prestará a otros músicos para que puedan disfrutarlo. Será el siguiente capítulo de la historia, que no habría tenido lugar si no hubiera escuchado la melodía aquella fatídica noche y me hubiera enamorado de su voz.
Los libros
Helena Attlee
El violín de Lev / El violí d’en Lev
Traducción: María Belmonte Barrenechea / Albert Nolla
Acantilado / Quaderns Crema
Akira Mizubayashi
Alma partida
Traducción: Lucía Dorin.
Hélène Gestern
555
Traducción: Celia García Abellán.
Pascal Quignard
El amor el mar
Traducción: Ignacio Vidal-Folch.
Fuente: www.lavanguardia.com