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Abr 17, 2023
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El cine de ciencia ficción

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En una realidad cotidiana, dominada por la presencia abrumadora de la ciencia y la tecnología (la tecnociencia, según la feliz denominación de Gilbert Hottois), resulta inevitable verlas por todas partes. Pero, a pesar de todo, aún resulta bastante difícil hablar seriamente de ciencia en el cine. De hecho, tal como dice Jacques Jouhaneau: «El cine se alimenta de ficciones, la ciencia de realidades.» Parecen de entrada dos mundos bastante incompatibles.

De hecho, una búsqueda bibliográfica sobre «ciencia» en la biblioteca de una filmoteca acostumbra a dar resultados muy pobres, y casi siempre centrados en dos grandes aspectos que parecen resumir la relación entre cine y ciencia: el cine científico y la ciencia ficción. El primero se refiere a una vertiente divulgativa del cine, el segundo es el que ahora nos interesa aquí: el cine de ciencia ficción.

La aventura de la ciencia

Posiblemente, en la literatura, la primera referencia importante a la ciencia y a lo que representa para la sociedad que la practica y la adopta se encuentra en el Frankenstein (1818) de Mary Shelley. Lamentablemente, el cine ha cambiado la imagen popular de lo que era una seria reflexión sobre el poder de la ciencia y su responsabilidad final. Mary Shelley subtituló su novela como «el moderno Prometeo», destacando el hecho de que el científico, el doctor Frankenstein, como Prometeo, se arriesga a hacer lo que está «prohibido» precisamente para aportar a la humanidad nuevas posibilidades que hasta entonces le han sido negadas.

Historiadores de la ciencia ficción como el británico Brian W. Aldiss acostumbran, por lo tanto, a considerar el Frankenstein de Mary Shelley como la primera novela del género, en el sentido de la definición que Isaac Asimov le daba: una especulación «sobre la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología»

Lógicamente, en el seno de la sociedad británica de la época, a principios del siglo XIX, la novedad del propósito del doctor Frankenstein servía para alertar sobre el peligro que ciertos resultados de la ciencia pueden conllevar. Tal vez por ello, la versión cinematográfica de Frankenstein hecha por James Whale en 1931 olvida gran parte de la ciencia (y de la aventura de hacerla) que sí que está presente en la novela de Mary Shelley, y convierte la historia en una referencia básica del cine de terror y, de hecho, se podría decir que hace de ella un alegato admonitorio contra la ciencia y sus peligros. Desgraciadamente, la obra clásica con la que se inicia la ciencia ficción escrita, una vez llega al cine se convierte en algo muy distinto.

De paso diremos que, por suerte, muy recientemente, en 1995, Kenneth Branagh ha recuperado el espíritu de exploración y aventura que Mary Shelley vio en la ciencia, y lo ha llevado a su versión cinematográfica de las desventuras del pobre doctor Frankenstein. Shelley quiso empezar y acabar la novela con el encuentro del doctor Frankenstein con el capitán Robert Walton, que pretende llegar al Polo Norte. Branagh recoge también este aspecto. El encuentro de Walton con Frankenstein servirá para constatar que la ciencia es también una aventura casi semejante a la que impulsa a personas como Walton a adentrarse por mundos desconocidos a la búsqueda de lo que es nuevo. Justo lo que hace el científico.

Cine de ciencia ficción: ¿Cine para adolescentes?

La transgresión iniciada por James Whale ha continuado vigente a lo largo de la historia del cine de ciencia ficción. Hasta tal punto que hoy en día la mayoría de la gente, por la gran fuerza comunicativa del cine, tiene precisamente una imagen ligeramente sesgada de lo que es la ciencia ficción

Para muchos, la ciencia ficción cinematográfica es poco más que material para consumo de adolescentes que se dejan llevar, sobretodo, por las maravillas de los efectos especiales. Y es que la mayoría de productores cinematográficos consideran que el cine de ciencia ficción se centra precisamente en la aventura poco razonada y, esencialmente, en los efectos especiales.

Dicho de otro modo, consideran el cine de ciencia ficción como material de segunda clase para uso y consumo de unos espectadores poco exigentes como son los adolescentes y los jóvenes, de quien, además, parece que los productores de Hollywood no tienen una imagen muy positiva.

El reciente remake deEl planeta de los simios (Planet of the Apes, 2001) hecho por Tim Burton de la que ahora reconocemos como excepcional película del mismo título de Franklin J. Schaffner (1967) nos proporciona la anécdota esencial de ello. Sobre el cariz banal de la nueva versión, el productor Richard Zanuck decía en una entrevista que la nueva versión tenía más acción, más efectos especiales, más espectacularidad y un grado mucho menor de reflexión que la versión de los años sesenta, porque, decía, «los espectadores de hoy no están interesados en los aspectos filosóficos»(sic).

Imagen de 12 monos, de Terry Gilliam.

Si eso es lo que piensan los productores, que son los que proporcionan la financiación y, al fin y al cabo, son los responsables de los proyectos cinematográficos entendidos ya como «empresa total», es lógico pensar que en el cine de ciencia ficción no es fácil encontrar toda la capacidad de reflexión, especulación y, si queréis, también de subversión, que puede tener la buena ciencia ficción escrita.

De hecho, el cine nos llega por dos de los sentidos más potentes de que disponemos (vista y oído), y lo acabamos siguiendo, canónicamente en una sala oscura y sin distracciones, al ritmo que nos viene impuesto por el director. No es fácil la reflexión cuando estamos sometidos a la espectacularidad de las imágenes y a la fuerza del ritmo narrativo (podemos cerrar los ojos, pero no las orejas). Ver cine es aceptar casi incondicionalmente el acto creativo de un director, mientras que, al menos los cerebros educados en la época de la «galaxia Gutenberg», pueden encontrar en la actividad lectora un acto creativo que se hace a medias entre autor y lector. De hecho, cuando en el cine se ve, por ejemplo, una puesta de sol, todos los espectadores ven la misma, aquella que ha elegido el director; mientras que cuando en un texto escrito (como éste) se menciona igualmente una puesta de sol, hay una diferente en la mente de todos y cada uno de los lectores

Espectáculo, maravilla y decorado

A pesar de todo, el cine de ciencia ficción nos gusta y es evidente que tiene mucho más público y consumidores que la ciencia ficción escrita. Construye actualmente, cuando la lectura parece perder peso relativo en el tiempo que los ciudadanos dedican al ocio, el imaginario popular sobre la ciencia ficción.

Se dice que la ciencia ficción como género narrativo se caracteriza por dos aspectos fundamentales: la capacidad de especulación (lo que se conoce como «condicional contrafáctico» o, simplemente, preguntarse: «¿Qué pasaría si…?») y el llamado sentido de la maravilla que producen inevitablemente las novedades que la ciencia ficción nos muestra y que no forman parte de nuestra vida cotidiana.

Aunque la capacidad reflexiva y/o especulativa se pueda perder o banalizar en el cine, se puede decir que el cine es el soporte más adecuado para vehicular el sentido de la maravilla tan característico de la ciencia ficción. De hecho, la maravilla de la espectacularidad cinematográfica, con el grado de realismo que la infografía permite ya conseguir, nos hace ver como si fuesen reales lo que, de hecho, son sueños de escritores, proyecciones de futuro fruto de imaginaciones fértiles.

No siempre son exitosas, evidentemente. Como decíamos antes, Hollywood no siempre parece tratar con respeto la potencialidad intelectual de la que goza la ciencia ficción.

En Minority Report (2002) de Steven Spielberg, los guionistas profesionales de Hollywood alargan hasta dos horas la duración de lo que inicialmente era un cuento breve de Philip K. Dick y añaden detalles más bien ridículos. Un ejemplo evidente es la interfaz con la que Tom Cruise hace funcionar aquella gran pantalla informática. Una interfaz, hay que decir, muy poco ergonómica y que, con toda seguridad, tenía que producir dolor de espalda a los usuarios. Señal también de que eso de la ciencia ficción, pese a lo que puedan pensar en Hollywood, no está ni mucho menos al alcance de todos los guionistas ni de todos los creadores.

Bien es cierto que hay directores más cuidadosos con las formas, como lo fue Ridley Scott en Blade Runner (1982). A pesar de negarse siempre a leer la novela original de Philip K. Dick de donde sale teóricamente la película, al menos Scott tuvo el acierto de pedir la ayuda de verdaderos diseñadores industriales para imaginar cómo podía ser el futuro del año 2018 en el que se sitúa cronológicamente la narración cinematográfica. De ahí el alto grado de verosimilitud que, junto a la espectacularidad indudable, incorpora esta película, considerada ya como un clásico del cine de ciencia ficción. Y eso que se trata del mismo Ridley Scott que, pocos años antes, siguiendo la línea que había marcado James Whale en los años treinta, convirtió otra historia cinematográfica de presunta ciencia ficción Alien (1979), en una clara historia de terror: la nave del espacio convertida prácticamente en la típica casa encantada con fantasma asesino incluido que, por razones de modernidad y género narrativo (ciencia ficción), se ha acabado transformando en un alienígena.

Fotograma de Brazil, de Terry Gilliam.

En este sentido, tal vez vale la pena mencionar aquí una especie de boutade que acostumbra a emplear Rafael Marín, gaditano y buen escritor de ciencia ficción. La idea de Marín es que, en el caso de los géneros, al menos en el ámbito cinematográfico, todo podría ser cuestión de decorados. Un ejemplo evidente lo proporcionan dos películas muy famosas como La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), de George Lucas y Willow (1988), de Ron Howard, identificadas respectivamente con la ciencia ficción y la fantasía, y ambas con guión de George Lucas. La peripecia argumental tiene suficientes puntos de similitud y, el más evidente es que los personajes son prácticamente los mismos. El joven inexperto llamado a ser el héroe (Luke Skywalker y Willow), el aventurero cínico (Han Solo y Madmartigan), la princesa con bastantes recursos (princesa Leia Organa y Sorsha), el mago bueno (Obi-Wan Kenobi y Fin Raziel), el mago malo con poder político (el emperador y la reina Wavmorda), el general malo (Darth Vader y el general Kael), e incluso los personajes simpáticos y humorísticos tienen su equivalente (los robots C-3PO y R2-D2 o los «diminutos» Teemo y Rool).

Un ejemplo del menor grado de reflexión filosófica que presenta la versión moderna de Tim Burton deEl planeta de los simios, con respecto a la clásica de Franklin J. Schaffner, lo encontramos en la secuencia final de ambos filmes, cuyos fotogramas se reproducen arriba. La versión moderna, con más peripecias en el desarrollo que la antigua, no logra, sin embargo, el golpe de efecto que consigue la clásica, cuando Charlton Heston se topa con la estatua de la Libertad y descubre que en realidad el planeta de los simios es la Tierra y que los humanos hemos retrocedido en la evolución de la especie porque nos hemos matado unos a otros.

Un poco de historia

Al margen de casos excepcionales como Metropolis (1924) de Fritz Lang, el hecho es que el cine de ciencia ficción no ha sido bastante bien considerado hasta la llegada de 2001: una odisea del espacio (2001: a Space Odissey, 1968),obra de un director respetado y con mucha fama como era Stanley Kubrick, quien, además, volvió al género con La naranja mecánica (A Clokwork Oran­ge, 1971).

Antes de la incursión de Kubrick en el cine de ciencia ficción, el hecho es que el género se consideraba como cine de «serie B» (de hecho, demasiadas veces, de «serie Z»), sobre todo con las muchas invasiones del espacio de las películas de los años cincuenta. El caso paradigmático fue seguramente Plan 9 desde el espacio exterior (Plan 9 from Outer Space, 1959) e Edward D. Wood Jr., una patética película «casi protagonizada» por Bela Lugosi (murió durante el rodaje y fue sustituido por alguien que, como era un palmo más alto, tuvo que actuar todo el rato con la cabeza agachada y cubriéndose la cara) que nos recordó Tim Burton en su biopic Ed Wood (1994).

Con todo, hay títulos importantes que muestran las potencialidades del cine de ciencia ficción incluso en una época en la que los efectos especiales eran muy precarios. Hay que destacar Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951) de Robert Wise con su admonición antibélica muy apropiada para el período de guerra fría o El planeta prohibido (Forbidden ­Planet, 1956) de Fred M. Wilcox, impregnada aún por el peso del psicoanálisis y de las fuerzas ocultas de la mente y, sobre todo, por la imagen de los «platillos volantes» que Kenneth Arnold había dado a los ovnis desde el año 1947.

Los años sesenta, que concluyen con la ya mencionada película de Kubrick que reclama la atención de los críticos cinematográficos a un género menospreciado hasta entonces, fueron los de la llegada a la ciencia ficción del cine francés, con películas muy importantes y sorprendentes como Lemmy contra Alphaville (Alphaville, una étrange aventure de Lemmy Caution, 1965) de Jean-Luc Godard, o Fahrenheit 451 (1966) de François Truffaut; e incluso, en otro registro aunque siempre nuevo, Barbarella (1967), de Roger Vadim. En este caso, la ciencia ficción sirve como nuevo referente para las ansias renovadoras de la nouvelle vague del cine francés, aunque, evidentemente, dado el poder económico imperialista de la industria de los Estados Unidos de América, las películas no tienen el mismo eco popular que las que vienen de Hollywood.

Por eso en los años setenta, pese a indudables éxitos populares, como Rollerball (1975), de Norman Jewison, y otras empresas con peor resultado de taquilla, como Zardoz (1974), de John Boorman, lo que destaca es el espectacular éxito popular y económico conseguido por una aventura del espacio, la clásica space opera, como es La guerra de las galaxias, de George Lucas, que hace ver a los productores de Hollywood que, además del prestigio intelectual que le habían dado las películas de Kubrick, la ciencia ficción puede ser también una fuente de grandes beneficios económicos.

Por eso aparecen nuevas y brillantes producciones que caracterizan a los años ochenta y noventa y quedan ya muy lejos de los esquemas de «serie B» de décadas pasadas. Como ejemplo, las ya mencionadas Alien y Blade Runner, de Ridley Scott, pero también otras como Brazil (1985) o 12 monos (Twelve Monkeys, 1995) de Terry Gilliam, Gattaca (1997), de Andrew Niccol, y tantas otras.

En conjunt es pot dir que la ciència-ficció es normalitza al cinema quasi sempre com una gran producció amb molts efectes especials que genera fins i tot seqüeles com les que inicien Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984), Regreso al futuro (Back to the Future, Bob Zemeckis, 1985), Robocop (Paul Verhoeven, 1987), o la mas reciente de Matrix (The Matrix, 1999), de los hermanos Andy y Larry Wachowski.

Sin olvidar la mala suerte que siempre ha tenido un autor de culto en la ciencia ficción escrita como Philip K. Dick, que, ya muerto, ha sido versionado cinematográficamente por guionistas y directores de Hollywood que, como Ridley Scott, no han respetado casi nunca el contenido de la obra escrita original. Pobre Philip K. Dick, un escritor conocido por millones de personas que, gracias al cine, creen conocer su obra probablemente sin haber leído ninguna de sus narraciones. Milagros que hace la cultura cinematográfica.

Hay que recordar que esta peligrosa idea de alargar un cuento corto de una docena de páginas o poco más hasta hacer una película de dos horas fue una idea que ya empezó Stanley Kubrick en 2001: una odisea del espacio y que, en sus epígonos, no siempre ha obtenido los resultados especulativos deseados. Queda el consuelo de pensar que, como siempre pasa ya en el moderno cine de ciencia ficción, sí que se convierte al menos en una gran producción de gran espectáculo llena de efectos especiales.

Tal vez se puede decir que, al revés de lo que pasaba hace décadas, la ciencia ficción es ya hoy una temática «normal» y aceptada en el cine, donde se acostumbra a dar prioridad a la espectacularidad y a prestar menor atención a la potencialidad especulativa del género que, a pesar de todo, nadie puede nunca esconder del todo.

Fuente: metode.es

Article Categories:
Artes visuales y escénicas
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