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Nov 4, 2019
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El despertar de una nueva conciencia

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La supervivencia de la humanidad depende del despertar de una nueva conciencia. Ella exige la superación del ego, aún en el plano de la espiritualidad. Reflexiones de Eckhart Tolle.

En la mayoría de las tradiciones religiosas y espirituales antiguas existe la noción común de que el estado «normal» de nuestra mente está marcado por un defecto fundamental. Sin embargo, de esta noción sobre la naturaleza de la condición humana (la mala noticia) se deriva una segunda noción: la buena noticia de una posible transformación radical de la conciencia humana. En las enseñanzas del hinduismo (y también en ocasiones del budismo), esa transformación se conoce como iluminación. En las enseñanzas de Jesús es la salvación, y en el budismo es el final del sufrimiento. Otros términos empleados para describir esta transformación son los de liberación y despertar.

El logro más grande de la humanidad no está en sus obras de arte, ciencia o tecnología, sino en reconocer su propia disfunción, su locura. Algunos individuos del pasado remoto tuvieron ese reconocimiento. Un hombre llamado Gautama Siddhartha, quien vivió en la India hace 2.600 años, fue quizás el primero en verlo con toda claridad. Más adelante se le confirió el título de Buda. Buda significa «el iluminado». Por la misma época vivió en China otro de los maestros iluminados de la humanidad. Su nombre era Lao Tse. Dejó el legado de sus enseñanzas en el Tao Te Ching, uno de los libros espirituales más profundos que haya sido escrito.

Reconocer la locura es, por supuesto, el comienzo de la sanación y la trascendencia. En el planeta había comenzado a surgir una nueva dimensión de conciencia, un primer asomo de florescencia. Esos maestros les hablaron a sus contemporáneos. Les hablaron del pecado, el sufrimiento o el desvarío. Les dijeron, «Examinen la manera cómo viven. Vean lo que están haciendo, el sufrimiento que están creando». Después les hablaron de la posibilidad de despertar de la pesadilla colectiva de la existencia humana «normal». Les mostraron el camino.

Un número creciente de seguidores de las religiones tradicionales ya dejan de identificarse con las formas para descubrir la profundidad original oculta dentro de su propia tradición espiritual.

El mundo no estaba listo para ellos y, aún así, constituyeron un elemento fundamental y necesario del despertar de la humanidad. Era inevitable que la mayoría de sus contemporáneos y las generaciones posteriores no los comprendieran. Aunque sus enseñanzas eran a la vez sencillas y poderosas, terminaron distorsionadas y malinterpretadas incluso en el momento de ser registradas por sus discípulos. Con el correr de los siglos se añadieron muchas cosas que no tenían nada que ver con las enseñanzas originales sino que reflejaban un error fundamental de interpretación.

Fue así como las religiones se convirtieron en gran medida en un factor de división en lugar de unión. En lugar de poner fin a la violencia y el odio a través de la realización de la unicidad fundamental de todas las formas de vida, desataron más odio y violencia, más divisiones entre las personas y también al interior de ellas mismas. Se convirtieron en ideologías y credos con los cuales las personas se pudieran identificar y amplificar su falsa sensación de ser. A través de ellos podían «tener la razón» y juzgar «equivocados» a los demás, y así definir su identidad por oposición a sus enemigos, esos «otros», los «no creyentes», cuya muerte no pocas veces consideraron justificada.

Y aún así… a pesar de todos los actos de locura cometidos en nombre de la religión, la Verdad hacia la cual esos actos apuntan, continúa brillando en el fondo, pero su resplandor se proyecta tenuemente a través de todas esas capas de distorsiones e interpretaciones erradas. Sin embargo, es poco probable que podamos percibirlo a menos de que hayamos podido aunque sea vislumbrar esa Verdad en nuestro interior.

Espiritualidad y religión

¿Cuál es el papel de las religiones convencionales en el surgimiento de la nueva conciencia? Muchas personas ya han comprendido la diferencia entre la espiritualidad y la religión. Reconocen que el hecho de tener un credo (una serie de creencias consideradas como la verdad absoluta) no las hace espirituales, independientemente de cuál sea la naturaleza de esas creencias. En efecto, mientras más se asocia la identidad con los pensamientos (las creencias), más crece la separación con respecto a la dimensión espiritual interior. Muchas personas «religiosas» se encuentran estancadas en ese nivel. Equiparan la verdad con el pensamiento y, puesto que están completamente identificadas con el pensamiento (su mente), se consideran las únicas poseedoras de la verdad, en un intento inconsciente por proteger su identidad. No se dan cuenta de las limitaciones del pensamiento. A menos de que los demás crean (piensen) lo mismo que ellas, a sus ojos, estarán equivocados; y en un pasado no muy remoto, habrían considerado justo eliminar a esos otros por esa razón. Hay quienes todavía piensan así en la actualidad.

La nueva espiritualidad, la transformación de la conciencia, comienza a surgir en gran medida por fuera de las estructuras de las religiones institucionalizadas. Siempre hubo reductos de espiritualidad hasta en las religiones dominadas por la mente, aunque las jerarquías institucionalizadas se sintieran amenazadas por ellos y muchas veces trataran de suprimirlos. La apertura a gran escala de la espiritualidad por fuera de las estructuras religiosas es un acontecimiento completamente nuevo. Anteriormente, esa manifestación habría sido inconcebible, especialmente en Occidente, cultura en la cual es más grande el predominio de la mente. Pero ya comienzan a verse señales de cambio inclusive en el seno de ciertas iglesias y religiones.

Un número creciente de seguidores de las religiones tradicionales ya dejan de identificarse con la forma, el dogma y los credos rígidos para descubrir la profundidad original oculta dentro de su propia tradición espiritual, y descubrir al mismo tiempo la profundidad de su propio ser. Se dan cuenta de que el grado de «espiritualidad» de la persona no tiene nada que ver con sus creencias sino todo que ver con su estado de conciencia. Esto determina a su vez la forma como actúan en el mundo y se relacionan con los demás.

La urgencia de una transformación

La vida, ya sea de una especie o de una forma individual, muere, o se extingue, o se impone por encima de las limitaciones de su condición por medio de un salto evolutivo siempre que se ve enfrentada a una crisis radical, cuando ya no funciona la forma anterior de ser en el mundo o de relacionarse con otras formas de vida y con la naturaleza, o cuando la supervivencia se ve amenazada por problemas aparentemente insuperables.

En el corazón mismo de la nueva conciencia está la trascendencia del pensamiento, la habilidad de elevarse por encima de la mente, de reconocer al interior del ser una dimensión infinitamente más vasta que el pensamiento.

Se cree que las formas de vida que habitan este planeta evolucionaron primero en el mar. Cuando todavía no había animales en la superficie de la tierra, el mar estaba lleno de vida. Entonces, en algún momento, alguna de las criaturas se aventuró a salir a la tierra seca. Quizás se arrastró primero unos cuantos centímetros hasta que, agobiada por la enorme atracción de la gravedad, regresó al agua donde esta fuerza prácticamente no existe y donde podía vivir con mayor facilidad. Después intentó una y otra vez hasta que, mucho después, pudo adaptarse a vivir en la tierra, desarrolló patas en lugar de aletas y pulmones en lugar de agallas. Parece poco probable que una especie se hubiera aventurado en semejante ambiente desconocido y se hubiera sometido a una transformación evolutiva a menos que alguna crisis la hubiera obligado a hacerlo. Quizás pudo suceder que una gran zona del mar hubiera quedado separada del océano principal y que el agua se hubiera secado gradualmente con el paso de miles de años, obligando a los peces a salir de su medio ambiente y a evolucionar.

El desafío de la humanidad en este momento es el de reaccionar ante una crisis radical que amenaza nuestra propia supervivencia. La disfunción de la mente humana egotista amenaza por primera vez la supervivencia del planeta. Hasta hace muy poco, la transformación de la conciencia humana (señalada también por los antiguos sabios) era tan sólo una posibilidad a la cual tenían acceso apenas unos cuantos individuos aquí y allá, independientemente de su trasfondo cultural o religioso. No hubo un florecimiento generalizado de la conciencia humana porque sencillamente no era todavía una necesidad apremiante.

Una proporción significativa de la población del planeta no tardará en reconocer, si es que no lo ha hecho ya, que la humanidad está ante una encrucijada desgarradora: evolucionar o morir. Un porcentaje todavía relativamente pequeño pero cada vez más grande de personas ya está experimentando en su interior el colapso de los viejos patrones egotistas de la mente y el despertar de una nueva dimensión de la conciencia.

Si no cambian las estructuras de la mente humana, terminaremos siempre por crear una y otra vez el mismo mundo con sus mismos males y la misma disfunción.

Lo que comienza a aflorar no es un nuevo sistema de creencias ni una religión, ideología espiritual o mitología. Estamos llegando al final no solamente de las mitologías sino también de las ideologías y de los credos. El cambio viene de un nivel más profundo que el de la mente, más profundo que el de los pensamientos. En efecto, en el corazón mismo de la nueva conciencia está la trascendencia del pensamiento, la habilidad recién descubierta de elevarse por encima de la mente, de reconocer al interior del ser una dimensión infinitamente más vasta que el pensamiento. Por consiguiente, ya no derivamos nuestra identidad de ese torrente incesante de pensamientos que confundimos con nuestro verdadero ser de acuerdo con la vieja conciencia. Es inmensa la sensación de liberación al saber que no soy esa «voz que llevo en la cabeza». ¿Quién soy entonces? Soy aquel que observa esa realidad: soy la conciencia que precede al pensamiento; soy el espacio en el cual se da el pensamiento, o la emoción o la percepción.

El ego no es más que la identificación con la forma, es decir, con las formas de pensamiento principalmente. Si es que hay algo de realidad en el concepto del mal (realidad que es relativa y no absoluta), su definición sería la misma: identificación total con la forma: las formas físicas, las formas de pensamiento, las formas emocionales. El resultado es un desconocimiento total de nuestra conexión con el todo, de nuestra unicidad intrínseca con «todo lo demás» y también con la Fuente. Este estado de olvido es el pecado original, el sufrimiento, el engaño. ¿Qué clase de mundo creamos cuando esta falsa idea de separación total es la base que gobierna todo lo que pensamos, decimos y hacemos? Para hallar la respuesta basta con observar la forma en que los seres humanos nos relacionamos o ver las noticias por la noche. Si no cambian las estructuras de la mente humana, terminaremos siempre por crear una y otra vez el mismo mundo con sus mismos males y la misma disfunción.

Un nuevo cielo y una nueva tierra

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se habla del colapso del orden existente del mundo y el surgimiento de «un nuevo cielo y una nueva tierra». Debemos comprender aquí que el cielo no es un lugar, sino que se refiere al plano interior de la conciencia. Por otra parte, la tierra es la manifestación externa de la forma, la cual es siempre un reflejo del interior. La conciencia colectiva de la humanidad y la vida en nuestro planeta están íntimamente conectadas. «El nuevo cielo» es el florecimiento de un estado transformado de la conciencia humana, y «la nueva tierra» es la proyección en el plano físico de dicha transformación de la conciencia.

Eckhart Tolle, Una nueva tierra. / www.viviragradecidos.org

Article Categories:
Filosofía
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