¿Qué nos impulsa a filosofar?
A todos nos gusta filosofar, aunque lo hagamos de forma ocasional y poco intensa. De hecho, filosofamos a diario, casi sin darnos cuenta; la filosofía, pese a que a veces no la percibamos, o no percibamos que la empleamos, está presente en nuestras vidas de manera muy real. No en vano, es una de las llaves más preciadas que tenemos, si sabemos cómo utilizarla, para abrir puertas a soluciones que nos hacen más humanos y felices (sea esto último, la felicidad, lo que cada cual quiera), si bien esas soluciones no las aporta la propia filosofía, sino nuestro propio recorrer a lo largo de la vida. Ella sólo muestra, si acaso, el camino, la dirección, y nada más.
Fuente: http://apuntesdefilosofa.blogspot.com
Todo esto es de sobra conocido: sabemos que la filosofía es importante (o, en caso contrario, debería serlo), que dota de sentido a nuestras búsquedas intelectuales y proporciona pautas útiles para entender y afrontar, casi a la manera de una psicología muy especial, los grandes problemas que hemos padecido y las grandes preguntas que nos hemos hecho desde siempre. Ahora bien, ¿por qué filosofamos, cuál es la razón de que la especie humana sienta la necesidad de filosofar, de dónde procede el estímulo que nos lleva hasta ella?
En las próximas líneas me ayudaré de las extraordinarias palabras de Karl Jaspers, vertidas en su obra (absolutamente ineludible y de una enorme relevancia intelectual) “La filosofía, desde el punto de vista de la existencia”, para intentar responder, de alguna forma, a estas cuestiones.
Al preguntarnos de dónde nace el ansia o la necesidad de filosofar, los diferentes pensadores, aquellos que sintieron en ellos mismos dicha necesidad, han llegado a distintas conclusiones a lo largo de los siglos. Esto nos indica que puede haber un origen no unitario en el deseo de filosofar, es decir, que filosofamos por varios motivos. ¿Cuáles son?
Uno de ellos podría ser el asombro, como pensaba Platón: “El espectáculo de la bóveda celeste nos ha dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales”. Igualmente, Aristóteles sostenía que “la admiración es la que mueve a los hombres a filosofar”. El hecho de asombrarse se relaciona en cierto modo, aunque no siempre, con la ignorancia: si bien podemos admirar algo comprendiéndolo a fondo, el sustrato del asombro parte del no saber. Sin embargo, ese asombro impele a conocer, a adquirir un conocimiento que sea satisfactorio en sí mismo, no emplado para otros fines. Las respuestas que obtenemos del conocimiento de qué es el mundo y de dónde surge no son útiles, pero sí valiosas en sí mismas, puesto que constituyen el puro saber.
Otro de los motivos por los que puede surgir la filosofía es la duda. Una vez conocemos lo existente, o quizá seguramente como consecuencia de ello, llega la situación de incertidumbre, el momento en que se reflexiona hasta dónde penetra en la realidad nuestro saber. En palabras de Jaspers, “las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son [posiblemente, añado yo] engañosas o, en todo caso, no concordantes con lo que existe fuera de mí, independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto”. Al iniciar la reflexión filosófica aprehendemos la duda, y forma ya parte de nosotros mismos. Esa duda, que debe ser radical, puesto que es la “fuente del exámen crítico de todo pensamiento”, constituye el cimiento a partir del cual logramos “conquistar el terreno de la certeza”.
Podemos considerar, asimismo, que el origen de la filosofía radica en el cerciorarse de “la propia debilidad e impotencia” (Epicuro). Es decir, nuestro filosofar arranca cuando experimentamos el fracaso, identificado como nuestra ineptitud ante las situaciones límites, a las que nos enfrentamos con escaso o nulo éxito (por ejemplo, la muerte, el padecimiento, la pena, la desconfianza ante el mundo, etc.). Nuestra sociedad actual, en bastantes aspectos deshumanizada y carente de valores, podría ser considerada, para algunos, como una de esas situaciones límite: es en este ambiente de desazón y desespero, en el que parece flotar una arraigada insatisfacción, donde brota la necesidad de una reflexión intelectual, un intento racional por “salir del estado de turbación en que parece estar sumida nuestra civilización”. Estas últimas palabras de Jaspers, con más de medio siglo de vida, siguen hoy vigentes, quizá más que nunca.
Para Jaspers, estos tres motivos o causas del impulso por el filosofar se hallan integradas en una razón aún mayor, la de la necesidad humana de comunicación. Podríamos vivir en soledad completa, sin precisar de otros, si cada uno de nosotros tuviese la absoluta seguridad en nuestras convicciones y nuestro ser; ello, sin embargo, obviamente, no es posible, de modo que necesitamos una comunicación “de existencia a existencia”, porque sólo en la comunicación se “realiza cualquier otra verdad, en ella sólo soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino henchiendo de plenitud la vida”.
De esta forma, podemos encontrar en el asombro, la duda y la conciencia de nuestra limitación humana ante el mundo una razón para filosofar, a la vez que puede surgir por la voluntad de comunicación, de compartir nuestras verdades o buscar otras nuevas. En último término, por lo tanto, y siguiendo a Jaspers, “toda filosofía impulsa la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, porque su esencia está en la coparticipación, y ésa es indisoluble del ser verdad”.
Esto nos lleva, para ir finalizando, a que la filosofía no es más que una búsqueda de la comunicación, un intento por abrir vías de conexión entre personas, desafiando la comunicación vacía y afanándose por encontrar la auténtica, la que sin duda experimentamos cuando nos lanzamos al intercambio de verdades personales, al ofrecimiento recíproco de sabiduría y a la manifestación de nuestro ser, haciendo partícipes de él a los demás.
En síntesis, al filosofar estamos penetrando en nuestra propia sustancia intelectual, haciendo uso de un don que pocas (o ninguna, en realidad) especies biológicas disponen, y lo que es aún más relevante, cuando damos salida a nuestra vena filosófica (pese a que sea, quizá, peripatética) estamos comunicando con la mayor hondura posible lo que somos, lo que nos importa y qué esperamos del prójimo. En una palabra, es filosofando cuando, también, nos convertimos en verdaderos seres humanos.