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May 3, 2012
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Física moderna y misticismo oriental

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Fisica moderna y misticismo oriental   

La física del siglo xx ha ejercido profunda influencia sobre el pensamiento filosófico en general, porque ha revelado una limitación insospechada de las ideas clásicas y ha impuesto una revisión radical de muchos de nuestros conceptos básicos. El concepto de materia en la física subatómica, por ejemplo, es totalmente diferente de la sustancia material tradicional en la física clásica, y otro tanto puede decirse de conceptos como los de espacio, tiempo o causalidad. Tales conceptos son, sin embargo, fundamentales para nuestra perspectiva del mundo que nos rodea, y, con la radical transformación de los mismos, toda nuestra visión del mundo ha empezado a cambiar.
Todos estos cambios producidos por la física moderna parecen conducir a una visión del mundo que es muy similar a la del misticismo oriental.

 
Se puede encontrar un análisis detallado de los paralelos entre las principales teorías de la física moderna y las tradiciones místicas del Lejano Oriente en “The Tao of Physics” (Capra, 1975). En este artículo me interesa dedicarme a dos ideas sobre las cuales insiste todo el misticismo oriental y que constituyen temas recurrentes en la visión del mundo que tiene la física moderna: la unidad e interrelación mutua de todas las cosas y acontecimientos y la naturaleza intrínsecamente dinámica del universo.
 
Después de una breve presentación conjunta de la visión mecanicista del mundo, que caracteriza a la física clásica, y de la visión «orgánica» del misticismo oriental, explicaré de qué manera surge en la teoría cuántica la idea de una interconexión fundamental de la naturaleza, idea que adquiere un carácter esencialmente dinámico en la teoría de la relatividad, que implica una nueva concepción de las partículas íntimamente relacionada con la concepción oriental del mundo material.
 
La visión mecanicista y la visión orgánica del mundo
La visión tradicional de la física clásica es un enfoque mecanicista del mundo que tiene sus raíces en la filosofía de los atomistas griegos, quienes veían la materia como constituida por varios «elementos básicos de construcción», los átomos, que son puramente pasivos y se hallan intrínsecamente muertos. Se pensaba que a los átomos los movía alguna fuerza externa a la que con frecuencia se atribuía un origen espiritual, con lo cual se la suponía fundamentalmente diferente de la materia. Esta imagen llegó a ser parte esencial del modo de pensar de Occidente y dio origen al dualismo entre espíritu y materia, entre la mente y el cuerpo, que es característico del pensamiento occidental. Este dualismo fue formulado en su forma más tajante en la filosofía de Descartes, quien basó su visión de la naturaleza en una división fundamental entre dos ámbitos separados e independientes: el de la mente (res cogitans) y el de la materia (res extensa). La división cartesiana permitió que los hombres de ciencia trataran la materia como algo muerto y totalmente separado de ellos y vieran el mundo material como una multitud de objetos diferentes reunidos en un enorme mecanismo. Tal visión mecanicista del mundo fue la que sirvió a Newton como base para la construcción de su mecánica, y de ella hizo el fundamento de la física clásica.
 
A la concepción mecanicista del mundo se opone la visión de los místicos orientales, que puede ser caracterizada con la palabra «orgánica» en tanto que considera que todos los fenómenos del universo son partes integrales de una totalidad inseparable y armoniosa. Para el místico oriental, todas las cosas y los acontecimientos percibidos por los sentidos están interrelacionados, conectados, y no son otra cosa que aspectos o manifestaciones diferentes de una misma realidad última. Nuestra tendencia a dividir el mundo que percibimos en «cosas» individuales y separadas y a vivenciarnos como un yo aislado en este mundo es considerada una «ilusión» proveniente de la tendencia de nuestra mentalidad a medir y categorizar. La división de la naturaleza en objetos separados es ciertamente útil y necesaria para manejarnos en nuestro ambiente de todos los días, pero no es un rasgo fundamental de la realidad. Para el místico oriental, todos esos objetos tienen, por consiguiente, un carácter de fluidez y cambio continuos. La visión oriental del mundo es, pues, intrínsecamente dinámica, y contiene como características esenciales al espacio y al tiempo. Se ve el cosmos como una única realidad inseparable – en eterno movimiento, viva y orgánica – espiritual y material al mismo tiempo. Mientras que el movimiento y el cambio son propiedades esenciales de las cosas, las fuerzas que causan el movimiento no están fuera de los objetos, como en la visión griega clásica, sino que son una propiedad intrínseca de la materia. Veamos ahora cómo aparecen en la física moderna los rasgos principales de este plan.
 
La teoría cuántica
Una de las características importantes de la teoría cuántica ha sido reconocer que la probabilidad es una característica fundamental de la realidad atómica que rige todos los procesos, e incluso la existencia de la materia. Las partículas subatómicas no existen con certeza en lugares definidos, sino que más bien – como ha expresado Heisenberg (1963) – muestran «tendencia a existir». Los hechos atómicos no ocurren con certeza en momentos definidos y de maneras definidas, sino que muestran «tendencia a ocurrir». Henry Stapp (1971) subraya que estas tendencias o probabilidades no son probabilidades de «cosas», sino más bien probabilidades de interconexiones. Cualquier «objeto» atómico observado constituye un sistema intermedio que vincula la preparación del experimento a la medición subsiguiente. Existe y tiene significado solamente en este contexto; no como una entidad aislada, sino como una conexión entre los procesos de preparación y de medición. Las propiedades del objeto no pueden ser definidas independientemente de esos procesos. Si la preparación o la medición se modifican, las propiedades del objeto también cambiarán.
 
Por otra parte, el hecho de que hablemos de un «objeto» – un átomo, un electrón o cualquier otro sistema observado – demuestra que pensamos en alguna entidad física independiente que primero se prepara y después se mide. En física atómica el problema básico que plantea la observación es que – tal como lo expresa Stapp (1971) – «para definirlo es necesario que el sistema observado esté aislado, y sin embargo, para observarlo debe interactuar». En la teoría cuántica este problema se resuelve de manera pragmática mediante la exigencia de que los dispositivos de preparación y de medición estén separados por una gran distancia, de modo que el objeto observado esté libre de su influencia mientras viaja de la zona de preparación a la zona de medición.
 
En principio, esta distancia debe ser infinita. En el marco de la teoría cuántica, el concepto de una entidad física separada sólo se puede definir con precisión si dicha entidad se encuentra infinitamente lejos de los dispositivos de observación. Por cierto que en la práctica esto no es posible, y tampoco necesario. Tenemos que recordar aquí que la actitud básica de la ciencia moderna es que todos sus conceptos y teorías son aproximados. En el caso que nos ocupa, esto significa que no es necesario que el concepto de una entidad física separada tenga una definición exacta, sino que se puede definir en forma aproximada. Cuando se trabaja con distancias grandes entre los dispositivos de preparación y los de medición, sus efectos perturbadores sobre el objeto observado son pequeños y por ende desdeñables, y se puede decir que se está observando una entidad física separada. Por consiguiente, un concepto tal no pasa de ser una idealización. Cuando los dispositivos de medición no están colocados a la distancia suficiente, ya no es posible desdeñar su influencia y la totalidad del sistema macroscópico forma un todo unificado, desvaneciéndose la idea de un objeto observado.
 
La teoría cuántica revela, pues, la existencia de una cualidad esencial de conexión recíproca en el universo. Demuestra que no podemos descomponer el mundo en unidades mínimas con existencia independiente. A medida que penetramos en la materia nos encontramos con que está hecha de partículas, pero tales partículas no son «bloques de construcción básicos» en el sentido en que lo entendían Demócrito y Newton. Son simplemente idealizaciones, útiles desde un punto de vista práctico pero desprovistas de una significación fundamental.
 
Con palabras de Niels Bohr (1934): “Las partículas materiales aisladas son abstracciones, ya que sus propiedades sólo son definibles y observables mediante su interacción con otros sistemas”.
 
La telaraña cósmica
En el nivel atómico, pues, los objetos materiales sólidos de la física clásica se disuelven en secuencias de probabilidades; y estas secuencias no representan probabilidades de cosas, sino probabilidades de interconexiones. La teoría cuántica nos obliga a ver el universo no como una colección de objetos físicos, sino más bien como una complicada telaraña de relaciones entre las diversas partes de un todo unificado.
 
Werner Heisenberg (1963) lo expresó diciendo: “El mundo se muestra así como un complicado tejido de sucesos en el cual alternan, se superponen o se combinan conexiones de diferentes clases, que al hacerlo así determinan la textura del todo”.
 
Pues bien, esta es la forma en que vivencian el mundo los místicos orientales, que con frecuencia expresan su experiencia en palabras casi idénticas a las que usan los físicos atómicos. Tómese, por ejemplo, la cita siguiente de un budista tibetano, el Lama Govinda (1973):
 
“[Para el budista] el mundo externo y su mundo interior son sólo dos lados de la misma tela, en la cual los hilos de todas las fuerzas y de todos los acontecimientos, de todas las formas de consciencia y de sus objetos, están entretejidos en una red inseparable de relaciones interminables y recíprocamente condicionadas”.
 
Estas palabras de Govinda destacan otra característica que tiene fundamental importancia tanto en la física moderna como en el misticismo oriental. La universal conexión recíproca de la naturaleza incluye siempre y de manera esencial al observador humano y a su consciencia. En la teoría cuántica los «objetos» observados sólo se pueden entender en función de la interacción entre los procesos de preparación y medición, y el término de esta cadena de procesos se encuentra siempre en la consciencia del observador humano. La característica más importante de la teoría cuántica es que el observador humano no sólo es necesario para observar las propiedades de un objeto, sino que es necesario incluso para definir tales propiedades. En física atómica jamás podemos hablar de la naturaleza sin hablar al mismo tiempo de nosotros mismos. Tal como lo formuló Heisenberg (1963): “La ciencia natural no se limita a describir y explicar la naturaleza; es parte de la acción recíproca entre la naturaleza y nosotros”.
 
En la física moderna, pues, el científico no puede desempeñar el papel de un observador desapegado, sino que se ve comprometido en el mundo que observa. John Wheeler (1974) considera que el compromiso del observador es la característica más importante de la teoría cuántica, razón por la cual ha sugerido que la palabra «observador» fuera reemplazada por «participante». Pero también esta es una idea bien conocida de los estudiosos de la tradición mística. El conocimiento místico jamás puede ser obtenido mediante la mera observación, sino solamente por una participación plena que compromete a la totalidad del ser. La idea del participante es, pues, básica en las tradiciones místicas de Oriente.
 
La teoría de la relatividad
La segunda teoría básica de la física moderna, la teoría de la relatividad, nos ha obligado a modificar drásticamente nuestros conceptos del espacio y del tiempo. Ha demostrado que el espacio no es tridimensional y que el tiempo no es una entidad aparte. Ambos están íntimamente conectados y forman un continuo tetradimensional llamado «espacio-tiempo». Por consiguiente, en la teoría de la relatividad no podemos hablar del espacio sin hablar del tiempo y viceversa. Ya llevamos largo tiempo conviviendo con la teoría de la relatividad y nos hemos familiarizado completamente con su formalismo matemático, pero esto no nos ha servido de mucho en lo que se refiere a la intuición. No tenemos experiencia sensorial directa del continuo tetradimensional espacio-tiempo, y si bien esta realidad «relativista» se manifiesta, se nos hace muy difícil afrontarla en el nivel de la intuición y del lenguaje ordinario.
 
Aparentemente, una situación similar existe en el misticismo oriental. Los místicos parecen capaces de alcanzar estados de consciencia no ordinarios, en los cuales trascienden el mundo tradicional de la vida cotidiana para vivenciar una realidad superior y multidimensional, una realidad que, como la de la física relativista, es imposible de describir con el lenguaje ordinario. Govinda (1973) se refiere a esa vivencia cuando escribe:
 
“Se logra una vivencia de dimensionalidad superior cuando se integran vivencias de diferentes centros y niveles de consciencia. De aquí que ciertas experiencias de la meditación sean imposibles de describir en el plano de la física tridimensional”.
 
Es posible que las dimensiones de estos estados de consciencia no sean las mismas de las que se ocupa la física relativista, pero es sorprendente que hayan llevado a los místicos a formular ideas del espacio y del tiempo que son muy similares a las implícitas en la teoría de la relatividad. En todo el misticismo oriental parece haber una especial intuición del carácter «espacio-temporal» de la realidad. Se insiste una y otra vez en el hecho de que el espacio y el tiempo están inseparablemente vinculados, lo que es tan característico de la física relativista. Así, el estudioso del budismo D. T. Suzuki escribe (1959): “Como hecho de la experiencia pura, no hay espacio sin tiempo ni tiempo sin espacio”.
 
En la física moderna los conceptos de espacio y tiempo son tan básicos para la descripción de los fenómenos naturales que su modificación entraña una modificación de todo el marco de referencia de que nos valemos para describir la naturaleza. La consecuencia más importante de esta modificación es haber comprendido que la masa no es más que una forma de energía, que todo objeto tiene energía almacenada en su masa.
 
Estos resultados – la unificación del espacio y el tiempo y la equivalencia de masa y energía – han tenido profunda influencia sobre nuestra imagen de la materia y nos han obligado a modificar esencialmente nuestro concepto de lo que es una partícula. En la física moderna la masa ya no se asocia a una sustancia material, y por ende no se considera que las partículas consistan en alguna «cosa» básica, sino que se las ve como haces de energía. La energía, sin embargo, se asocia con actividad, con procesos, y esto implica que la naturaleza de las partículas subatómicas es esencialmente dinámica. En una teoría relativista en que el espacio y el tiempo se funden en un continuo tetradimensional, tales partículas ya no se pueden representar como objetos tridimensionales estáticos, como bolas de billar o granos de arena, sino que hay que concebirlos como entidades tetradimensionales en el espacio-tiempo. Sus formas tienen que ser entendidas, en un sentido dinámico, como formas en el espacio y en el tiempo. Las partículas subatómicas son diseños dinámicos que tienen un aspecto espacial y un aspecto temporal. Su aspecto espacial hace que aparezcan como objetos con cierta masa, y su aspecto temporal como procesos en los que está en juego la correspondiente energía. La teoría de la relatividad otorga, pues, a los constituyentes de la materia un aspecto intrínsecamente dinámico y demuestra que no se puede separar la existencia de la materia de su actividad. No son más que partes diferentes de la realidad tetradimensional espacio-tiempo.
 
Los místicos orientales parecen haberse percatado de la conexión íntima del espacio y el tiempo, y consiguientemente su visión del mundo, como la de los físicos modernos, es intrínsecamente dinámica. En sus estados de consciencia no ordinarios perciben la unidad del espacio y del tiempo en un nivel macroscópico, es decir que ven los objetos macroscópicos de manera muy similar a la concepción que tiene el físico de las partículas subatómicas. Suzuki (1968), por ejemplo, escribe en uno de sus libros sobre el budismo: “Los budistas han concebido un objeto como un acontecimiento, y no como una cosa o sustancia”.
 
Las dos teorías básicas de la física moderna muestran, pues, todos los rasgos principales de la visión oriental del mundo. La teoría cuántica ha abolido la noción de objetos fundamentalmente separados, ha introducido el concepto del participante para sustituir el del observador y ha llegado a ver el universo como una telaraña de relaciones interconectadas cuyas partes sólo se definen en función de sus conexiones con el todo. La teoría de la relatividad, por así decirlo, dio vida a la telaraña cósmica al revelar su carácter intrínsecamente dinámico y al demostrar que su actividad es la esencia misma de su ser.
 
Las actuales investigaciones físicas se dedican a unificar la teoría cuántica y la de la relatividad en una teoría completa del mundo subatómico. Todavía no hemos logrado formular una teoría tan completa, pero disponemos de varias teorías parciales que describen muy bien ciertos aspectos de los fenómenos subatómicos. Todas estas teorías expresan de modos diferentes la interrelación fundamental y el carácter intrínsecamente dinámico del universo, y todas ellas comprenden concepciones filosóficas sorprendentemente similares a las que maneja el misticismo oriental.
 
La correa
La base de la filosofía de la correa es la idea de que no se puede reducir la naturaleza a entidades fundamentales, como bloques o ladrillos fundamentales de materia, sino que hay que entenderla únicamente en función de su coherencia interna. Toda la física ha de derivarse exclusivamente de la exigencia de que sus componentes sean coherentes entre sí y consigo mismos.
 
Esta idea constituye un apartamiento radical del espíritu tradicional de la investigación física básica, que siempre se había propuesto encontrar los constituyentes fundamentales de la naturaleza. En la nueva visión no sólo se abandona la idea de que la materia esté constituida por unidades fundamentales, sino que no se acepta entidad fundamental alguna: ni leyes ni ecuaciones ni principios. Se considera al universo como una telaraña dinámica de acontecimientos relacionados entre sí. Ninguna de las propiedades de una parte de la telaraña es fundamental; todas ellas se siguen de las propiedades de las otras partes y la coherencia global de sus relaciones recíprocas determina la estructura de la totalidad de la telaraña.
 
Es evidente la afinidad de esta idea con el espíritu del pensamiento oriental. Un universo indivisible, en el que las cosas y los acontecimientos están interrelacionados, poco sentido tendría sin una coherencia interna. En cierto modo, la exigencia de coherencia interna, que forma la base de la hipótesis de la correa, y la unidad e interrelación de todos los fenómenos, sobre las cuales se insiste tanto en el misticismo oriental, no son más que aspectos diferentes de la misma idea, lo cual se ve con especial claridad en la filosofía china. Joseph Needham, en su minucioso estudio de la ciencia y la civilización chinas, analiza extensamente el hecho de que el concepto occidental de leyes fundamentales de la naturaleza no tenga equivalente en el pensamiento chino (Needham, 1956). Según dice Needham, los chinos no tenían siquiera una palabra que correspondiese a la idea, clásica en Occidente, de una «ley de la naturaleza». El término que más se le aproxima es li, que Needham traduce como «diseño dinámico», diciendo que en el pensamiento chino: “La organización cósmica es de hecho un Gran Diseño en el cual están incluidos todos los diseños menores, y las «leyes» que intervienen en él son intrínsecas a estos diseños. (Needham, 1956)
 
Esta es exactamente la idea de la filosofía de la correa: que en el universo todo está conectado a todo lo demás y que ninguna parte de él es fundamental. Las propiedades de cualquier parte están determinadas no por ninguna ley fundamental, sino por las propiedades de todas las demás partes.
 
Conclusión
A modo de conclusión quiero hacer algunas observaciones referentes a la cuestión de qué es lo que podemos aprender de estos paralelismos. La ciencia moderna, con todo su refinado mecanismo, ¿está simplemente redescubriendo una antigua sabiduría que los sabios orientales conocen desde hace miles de años? Por consiguiente, ¿deben los físicos abandonar el método científico y ponerse a meditar? ¿O puede haber una influencia recíproca, e incluso una síntesis, entre la ciencia y el misticismo?
 
Creo que todas estas preguntas tienen que ser contestadas negativamente. En la ciencia y en el misticismo veo dos manifestaciones complementarias de la mente humana, de sus facultades racionales e intuitivas. El físico moderno vivencia el mundo mediante una especialización extrema de la dimensión racional; el místico, mediante una especialización extrema de la dimensión intuitiva. Son dos aproximaciones enteramente diferentes en las que está en juego mucho más que una visión determinada del mundo físico. Sin embargo, ambas son «complementarias», como nos hemos acostumbrado a decir en física. Ninguna de las dos está comprendida en la otra ni puede ser reducida a ella, sino que las dos son necesarias y se refuerzan recíprocamente para ofrecer una comprensión más cabal del mundo. Si parafraseamos un antiguo aforismo chino, diremos que los místicos entienden las raíces del tao, pero no sus ramas; los hombres de ciencia entienden las ramas, pero no las raíces. La ciencia no necesita del misticismo y el misticismo no necesita de la ciencia; pero el hombre necesita de ambos. La experiencia mística es necesaria para entender la naturaleza más profunda de las cosas, y la ciencia es esencial para la vida moderna. Lo que necesitamos, por consiguiente, no es una síntesis, sino una interrelación dinámica entre la intuición mística y el análisis científico.
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Filosofía
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