En una sociedad capitalista como la nuestra, estar siempre ocupado parece tomarse como sinónimo de éxito. Muchas personas en general son ya incapaces de “quedarse quietas”, por así decirlo, evocando ese quietismo que se aconseja en ciertas tradiciones filosóficas y espirituales como ejercicio de la tranquilidad de mente. “Sentado, sin hacer nada, la hierba crece y la primavera llega por sí sola”, dice el conocido proverbio zen que nos habla de la posibilidad del no-hacer como postura paradójicamente activa frente a la realidad y sus exigencias.
Con todo, en nuestras sociedades, cuando alguien se encuentra sin nada que hacer o decide pasar las tardes de manera relajada en el sofá, hay cierta sensación de incomodidad, incluso de culpa, como si tácitamente no estuviera permitido estar francamente inactivo. La norma en la vida actual es siempre estar ocupado, siempre tener cosas que hacer para sobrevivir o demostrar el éxito rotundo. En ocasiones, esto empieza desde la infancia, con una cantidad excesiva de clases extracurriculares para hacer un poco de tiempo antes de la cena familiar (si es que la hay).
En la actualidad, estar ocupado es un estilo de vida deseable y obligatorio. La enfermedad de estar ocupado es la respuesta a un sistema de explotación no sólo de los recursos de la naturaleza sino también de la fuerza obrera y la capacidad creativa del ser humano. En cualquier ámbito, la explotación destruye todo sentido de bienestar, salud e incluso espiritualidad.
Desde un punto de vista de salud mental, la enfermedad del workaholism –la asociación de los términos para “trabajo” y “adicción” en inglés– impide mantener una conexión entre mente y cuerpo y por lo tanto, dificulta saber estar en el presente en el marco de nuestras interacciones sociales. En algunos casos puede incluso sabotear la creación o la experiencia de un sentido de comunidad, el cual resulta ser una de las necesidades básicas del ser humano para garantizar su supervivencia.
La tecnología, ¿la cadena de la fuerza productiva explotada?
La constante oferta y demanda de la última tecnología móvil ha permitido extender los horarios del trabajo, que ha pasado de durar un promedio de 40 horas a la semana (horas suficientes para provocar un desequilibrio en la existencia) a una especie de tiempo sin límites que se extiende incluso a esos instantes que antaño estaban consagrados a la vida personal o subjetiva. Esas horas extra que no se ven reflejadas en una nómina y que, además, se espera que se cumplan con compromiso y sin queja. La tecnología y la explotación laboral, un estilo de vida que acerca a las sociedades a plagas del siglo XXI: ansiedad, depresión, incapacidad de vinculación afectiva, pobreza extrema.
En uno de sus libros más lúcidos, La sociedad del rendimiento, el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han nos dice al respecto:
El cambio de paradigma de una sociedad disciplinaria a una sociedad de rendimiento denota una continuidad en un nivel determinado. Según parece, al inconsciente social le es inherente el afán de maximizar la producción. A partir de cierto punto de productividad, la técnica disciplinaria, es decir, el esquema negativo de la prohibición, alcanza de pronto su límite. Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el de rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer (Können), pues a partir de un nivel determinado de producción, la negatividad de la prohibición tiene un efecto bloqueante e impide un crecimiento ulterior. La positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del deber. De este modo, el inconsciente social pasa del deber al poder. El sujeto de rendimiento es más rápido y más productivo que el de obediencia. Sin embargo, el poder no anula el deber. El sujeto de rendimiento sigue disciplinado. Ya ha pasado por la fase disciplinaria. El poder eleva el nivel de productividad obtenida por la técnica disciplinaria, esto es, por el imperativo del deber. En relación con el incremento de productividad no se da ninguna ruptura entre el deber y el poder, sino una continuidad.
Y más adelante:
El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar o incluso lo explote. Es dueño y soberano de sí mismo. De esta manera, no está sometido a nadie, mejor dicho, sólo a sí mismo. En este sentido, se diferencia del sujeto de obediencia. La supresión de un dominio externo no conduce hacia la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan. Así, el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado. Víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse. Esta autorreferencialidad genera una libertad paradójica, que, a causa de las estructuras de obligación inmanentes a ella, se convierte en violencia. Las enfermedades psíquicas de la sociedad de rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones patológicas de esta libertad paradójica.
Si bien este sistema es complejo de alterar ante la precaridad de un sustento económico que mantenga a flote a una familia trabajadora, los expertos en salud mental recomiendan por encima de todo no dejar de lado los vínculos personales (esto es, estar con el otro sin la constante interrupción de mensajes ni correos), el cuidado de sí tomando en cuenta las necesidades del cuerpo y la psique, además de detalles como un abrazo o la atención presente durante una conversación, o dejar un mensaje escrito en la habitación de los hijos antes de irse a trabajar sin poder saludarlos porque están dormidos todavía. En pocas palabras, usar la vinculación con el otro como el antídoto contra los males subjetivos más comunes del siglo XXI.
Fuente: pijamasurf.com