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Las mil y una relaciones entre el cine y el teatro

Las relaciones entre el cine y el teatro son numerosas, heterogéneas e intensas desde la aparición, hace poco más de un siglo, de un séptimo arte que resultaría fundamental para la renovación de la dramaturgia.

La insistencia en esta obviedad puede ser conveniente porque, a menudo y entre los no especialistas, sólo se piensa en las adaptaciones cinematográficas de textos teatrales cuando se habla de dichas relaciones. No debe extrañarnos, pues tanto en España como en otros países occidentales las adaptaciones han sido constantes, sobre todo durante los inicios del cine. Estos lógicos balbuceos a la búsqueda de una definición como nueva manifestación artística coincidieron con un mayor protagonismo social y cultural del teatro, ahora tan recluido en unos límites cercanos a la marginalidad e incapaz de nutrir lo llevado a las pantallas. Se han elaborado catálogos de esas adaptaciones en nuestra cinematografía, han sido frecuentes los estudios dedicados a las mismas durante los últimos años y se ha avanzado mucho en el establecimiento de una metodología que permita poner en relación, no necesariamente comparatista, las películas y las obras teatrales. No obstante, los especialistas en esta materia también han abierto nuevos caminos para indagar en los múltiples y diversos vínculos entre dos manifestaciones culturales cuyo estudio conjunto tantos aspectos nos aclara.

Hace apenas quince años todavía circulaba un folleto donde se recogía toda la bibliografía publicada en España acerca de las relaciones entre el cine y la literatura. Era abarcable por un solo individuo y contaba con unos pocos títulos repetidos durante décadas hasta convertirse en referencias inexcusables. Ahora necesitaríamos un grueso volumen, o un CD, para dar cuenta de los datos bibliográficos de los estudios aparecidos desde entonces. El panorama crítico ha cambiado de manera espectacular en nuestras universidades, supongo que como consecuencia de un interés creciente por los análisis que interrelacionan y no aíslan, que tratan de evidenciar unos espacios comunes donde el cine habla de tú a una literatura que ha perdido el lugar privilegiado y jerarquizado de otras épocas. Esta realidad ha sido admitida por numerosos investigadores procedentes de la filología, empieza a contar con una presencia significativa en las aulas universitarias donde se imparten asignaturas del área de Comunicación Audiovisual y pronto la tendrá en las de otros niveles educativos, donde la enseñanza de la literatura o el teatro apenas disfruta de un hueco, una especie de reserva india, que convendría acondicionar para incluir el cine y otras creaciones audiovisuales.

Supongo que, a estas alturas, yo también soy uno de los responsables de un cambio que ha ensanchando el panorama crítico de los estudios filológicos, algunas de cuyas tradicionales señas de identidad son de difícil justificación cuando hablamos de textos del siglo XX o actuales. Nunca he pretendido sumarme a la moda de los denominados «estudios culturales», a menudo un verdadero cajón de sastre donde algunas frivolidades parecen encontrar justificación. Me he limitado a actuar con un sentido pragmático y nada teórico, a no establecer fronteras donde nunca las hubo y a indagar en campos intermedios en los cuales era preciso contar con la tradición crítica del teatro y el cine españoles. Una tarea a veces ingrata porque te acaba situando en tierra de nadie cuando el espíritu gregario y hasta corporativista parece anidar en numerosas unidades de investigación universitaria.

A principios de los años noventa, estuve trabajando sobre Carlos Arniches y el género chico con el deseo de renovar una anquilosada bibliografía que repetía tópicos convertidos en lugares comunes. Aquellos libros, artículos y ediciones críticas que publiqué me llevaron a interesarme por la figura de un casi perfecto desconocido, Eduardo Ugarte, que era familiar del ilustre sainetero y hombre a caballo entre el cine y el teatro. A base de notas a pie de página y referencias colaterales, reconstruí su biografía en A la sombra de Lorca y Buñuel: Eduardo Ugarte (1995). El análisis de su trayectoria creativa me permitió ahondar en el conocimiento de la primera generación que simultaneó ambas manifestaciones con absoluta normalidad. Aquel sujeto tímido, siempre a la sombra de los grandes nombres con quienes compartió amistad y trabajo, durante la II República fue responsable de grupos como La Barraca de García Lorca y de productoras como Filmófono junto a Luis Buñuel, cuando tantos jóvenes como él pasaban del teatro al cine o a la inversa. La biografía de Eduardo Ugarte no podía ser exclusivamente la de un teatrero renovador o la de un cineasta que terminó en el exilio mejicano, porque ambas figuras se superponían como uno de los signos distintivos del momento y de su generación.

Los trasvases del teatro al cine no se circunscriben a las obras en particular cuando son adaptadas, sino que también abarcan algunos géneros que históricamente han sido objeto preferente del interés de los cineastas. En concreto, mi estudio de la producción de un Carlos Arniches tantas veces llevado a las pantallas españolas e hispanoamericanas me llevó a plantearme hasta qué punto cabía hablar de sainetes cinematográficos. La respuesta fue negativa, ya que resulta imposible realizar dicho trasvase en términos absolutos sin alterar los rasgos fundamentales del modelo teatral. No obstante, numerosos elementos originarios del género chico aparecen, entremezclados con otras fuentes e influencias de diversa procedencia, en diferentes épocas de nuestra cinematografía. Intenté rastrear sus huellas en decenas de películas, preferentemente de los años cincuenta, y de su estudio surgió el ensayo titulado Lo sainetesco en el cine español (1997), que aspiraba a precisar el significado de un término mal utilizado por una crítica capaz de asimilarlo a lo peyorativo. El objetivo no era realizar un trabajo de comparación, sino el estudio de los mecanismos que permiten utilizar los rasgos constitutivos de un género teatral en un marco cinematográfico.

La responsabilidad de impartir, desde 1990, una asignatura dedicada al teatro español del siglo XX me llevó a la búsqueda de materiales audiovisuales para compaginarlos con los bibliográficos. Son bastantes, aunque pocas veces afortunadas, las películas que abordan distintos aspectos de nuestra historia teatral: la vida en el seno de una compañía en gira por provincias, la biografía de un destacado actor hasta su triunfo final o la de una actriz siempre en un torbellino de amores, la trayectoria de algún local emblemático… Su estudio conjunto como fuente de información para conocer temas apenas abordados por la bibliografía crítica constituyó la primera parte de un manual universitario, El teatro en el cine español (1999), que completé con un análisis de diferentes adaptaciones cinematográficas de las obras incluidas en los programas de mis cursos de licenciatura y doctorado. El objetivo era recopilar, ordenar y sistematizar unos apuntes elaborados durante años para facilitar a otros colegas y a sus alumnos una obra de consulta que les resultara útil en las tareas docentes.

Mientras en la Universidad de Alicante iba organizando con mi compañero John D. Sanderson distintos seminarios dedicados a las relaciones entre el cine y la literatura, cuyas cuatro primeras actas se pueden consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com), mis clases siguieron alentando nuevos libros como La ciudad provinciana. Literatura y cine en torno a Calle Mayor (1999). La célebre película de Juan Antonio Bardem es un excelente ejemplo de adaptación de un texto teatral, La señorita de Trevélez (1916), y al mismo tiempo una de las más logradas manifestaciones de un tema que me interesa: la ciudad provinciana. Su tratamiento literario en nuestro país se remonta a la novelística decimonónica de Clarín y Galdós, pero sin cambios notables a lo largo de la primera mitad del siglo XX se extiende por diferentes géneros literarios y teatrales hasta llegar a unas recreaciones cinematográficas que estudié con el objetivo de contextualizar una película, Calle Mayor (1956), de visión obligatoria para conocer la España del franquismo. En el origen del guión también escrito por Juan Antonio Bardem estaba la citada tragedia grotesca de Carlos Arniches, pero la misma formaba parte de una tradición en torno a un tema, la ciudad provinciana, que por entonces parecía de eterna actualidad. Cincuenta años después, su descubrimiento por parte de los alumnos españoles y extranjeros produce sorpresas e interrogantes capaces de propiciar un provechoso debate en el aula.

Siempre me han interesado los tipos raros y olvidados, sobre todo cuando esa condición deriva de una injusticia o un prejuicio. Así ha ocurrido tradicionalmente con los cómicos. En mis clases, ante un alumnado cada vez más alejado de los intereses filológicos, hago hincapié en que los actores suelen ser los grandes olvidados de la historia del teatro. A veces por lo efímero de una labor que apenas ha dejado huellas, pero también por los prejuicios de quienes han centrado sus análisis en los textos y los autores, en detrimento de los únicos imprescindibles durante la representación: los actores. Intento compensar ese desequilibrio dando algunas informaciones a mis alumnos acerca de una profesión tan particular y controvertida. Muchos de los datos o comentarios los extraigo de las numerosas memorias escritas por los actores españoles a partir de los años ochenta, en contraste con épocas anteriores donde predominó el silencio compartido con otras actividades a las que parecía vedado el ejercicio de la memoria. El estudio conjunto de estas obras como literatura autobiográfica y fuente de información para la historia del teatro y el cine constituye la base de Cómicos ante el espejo (2001), que ha tenido su continuación en diversos artículos. A través de los testimonios de los actores podemos adentrarnos en aspectos pocas veces tratados en la mayoría de nuestros manuales universitarios y, al mismo tiempo, valorar la dificultad de una profesión que hasta hace poco mantuvo una relación problemática con destacados sectores de la sociedad española.

El continuado estudio de las adaptaciones cinematográficas de textos teatrales, con la consiguiente utilización de cuantos catálogos se han publicado, me llevó a constatar la presencia de numerosos dramaturgos como guionistas en el cine español. Desde los autores más humildes y olvidados hasta las figuras señeras, durante la etapa franquista pocos fueron los que permanecieron ajenos a una labor creativa que apenas ha merecido el interés de la investigación académica. Tal vez porque tampoco fue reivindicada por los propios protagonistas. Todavía se publican monografías, por ejemplo, sobre Miguel Mihura que obvian su labor como guionista llevada a cabo durante largas temporadas y con provechosos resultados, justo cuando su faceta teatral estaba relegada. Algo similar podríamos decir de muchos otros autores: Alfonso Sastre, Alfonso Paso, José López Rubio, Edgar Neville, José Mª Pemán… Son problemas de una excesiva especialización, dispuesta a parcelar y separar una obra que en las trayectorias de algunos de estos creadores responde a las mismas coordenadas, independientemente de su destino en una pantalla o un escenario. Para compensar esta tendencia académica y aportar información sobre una actividad por entonces nada marginal de nuestros autores teatrales escribí Dramaturgos en el cine español, 1939-1975 (2003). El objetivo era analizar las relaciones entre el teatro y el cine desde la perspectiva de quienes, procedentes del primero, se vieron inmersos en una labor ingrata a menudo y pocas veces apreciada como es la del guionista.

Cualquier investigador necesita realizar de vez en cuando un alto en el camino para reflexionar, de una manera más distanciada, acerca de las materias que son objeto de su estudio. Tras diez años dedicados al cine y el teatro españoles, llegué a la conclusión de que mis preferencias se centraban en las creaciones donde el humor era un rasgo esencial. Esta circunstancia fue el punto de partida de un nuevo ensayo, La memoria del humor (2005), donde indagué en tan controvertido concepto desde una perspectiva personal que nunca renunció a las debidas consultas bibliográficas. El resultado fue un recorrido por caminos literarios, teatrales y cinematográficos nunca separados. La constante era la ficción humorística y la encontraba en las más diversas manifestaciones, que acababan conviviendo en una obra donde la memoria personal realiza las funciones de una argamasa. Con su ayuda sistematicé una concepción del humor que intento transmitir a mis alumnos, nada acostumbrados a que en las aulas se pueda hablar con seriedad de aquello que les hace reír. Convendría reflexionar sobre este tema cuando hablamos del fracaso escolar y el desinterés por las materias literarias.

Al cabo de los años es frecuente volver sobre los propios pasos. Así me sucedió cuando decidí dedicarme al estudio de la trayectoria biográfica de Edgar Neville, a cuya obra teatral y cinematográfica ya había dedicado algunos artículos. Entré en contacto con este polifacético autor cuando intentaba reconstruir los pasos dados por su amigo Eduardo Ugarte, con quien compartió la experiencia de trabajar en el Hollywood de los inicios del sonoro. Había visto sus películas, conocía sus comedias y releía de vez en cuando algunos de sus relatos, siempre presididos por un humor que me atraía. No obstante, me faltaba aclarar algunos aspectos problemáticos de su biografía, sobre todo los relacionados con los episodios vividos durante la Guerra Civil. Indagué en archivos y bibliotecas, fui reconstruyendo testimonios incompletos y tergiversados, contrasté las más diversas fuentes… y el resultado fue: Una simpatía arrolladora. Edgar Neville, desde Hollywood al Madrid de la posguerra (2007), un ensayo que escribí como si se tratara de una novela porque así lo exigía la rocambolesca trayectoria de un sujeto tan excepcional. De nuevo tuve que pasar del teatro al cine, utilizar una bibliografía que pocas veces une estos campos y, sobre todo, aceptar que para los autores de aquella generación de humoristas del 27 no había tales fronteras.

Tampoco las he encontrado como ensayista al escribir La sonrisa del inútil, actualmente en prensa. En sus heterogéneos capítulos sigo las huellas de personajes insólitos y pueblos entrañables a través de una historia donde se conjugan novelas, dramas, películas, poesías, ensayos y recuerdos personales. Esta mezcolanza me ha permitido volver a las raíces del ensayo, las enunciadas por Montaigne con una lucidez de permanente actualidad, pero me ha planteado serios problemas a la hora de «colocar» el libro. Al margen de mi condición provinciana de autor con perfil nada mediático, los posibles editores desconocían en qué sección de las grandes superficies debería aparecer. Sus responsables de ventas no tienen nada previsto para lo que se presenta, de manera consciente, como un ejercicio de divagación escrito por un tipo sin protagonismo en los medios. Un verdadero problema en los tiempos que corren, donde la libertad a la hora de escribir no se corresponde con un panorama editorial lo suficientemente abierto para quienes hace años nos olvidamos de las fronteras entre el teatro, la literatura y el cine a la hora de analizar trayectorias creativas, trasvases de géneros, temas comunes, adaptaciones, análisis recíprocos… y otros muchos aspectos que forman parte de unas relaciones que, como dije al principio, son numerosas, heterogéneas e intensas. Espero y confío en que esta circunstancia, ya asentada entre los especialistas, se traslade pronto a la enseñanza secundaria, con un profesorado no sujeto a unos límites propios de otra época y capaz de simultanear el análisis de películas, dramas y textos literarios en la búsqueda común de un receptor con capacidad crítica.

Fuente: Juan A. Ríos Carratalá. Universidad de Alicante / cervantesvirtual.com

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