Crecer con los hijos
“El interior de los niños encierra la sabiduría que moldeará los tiempos venideros. No hemos de confundir la falta de conocimientos infantil con la ignorancia, pues aquella permitirá que éstos imaginen todo lo que los adultos no han acertado a concebir y creen lo que los mayores siempre reputaron imposible. Debido a su misma ignorancia, el niño se extraña, se interesa, y anda detrás de todo lo que ya no causa sorpresa en el adulto. “
Haruchika Noguchi
Fuente: http://www.concienciasinfronteras.com/PAGINAS/CONCIENCIA/hijos.html
Una de las tareas mas apasionantes de esta vida es la crianza y formación de nuestros hijos e hijas. Son nuestro legado. Personifican en toda su amplitud “la posibilidad de”, mientras que nosotros como adultos que somos, queramos o no reconocerlo, representamos como mucho la media posibilidad. Ellos están de subida y nosotros de bajada. El futuro con todo lo que esto lleva implícito, es de los niños y niñas.
Por todo ello resulta triste, cuando no indignante, que la crianza sea el patito feo de nuestras tareas, que los guardemos-dejemos en espacios masificados, que los instruyamos pero no los eduquemos, que entendamos más de fútbol y de coches que de los hijos, más de técnicas de respiración que de criarlos. Nuestros hijos e hijas son nuestra asignatura pendiente, la verdadera oportunidad para crecer. Abogo pues, por una crianza gozosa, interesante, llena de emoción y de sorpresas.
Dicho esto, pongámonos en marcha, comencemos a hacernos las preguntas que guiarán nuestra intuición: ¿de qué modo realizar esta travesía que llamamos crianza para llegar a buen puerto? ¿cómo poner todos los recursos de nuestra inteligencia: capacidad de persuasión, espera, ternura, reflexión, juego, resistencia, etc., para llegar frescos al final del trayecto? ¿quiénes son nuestros hijos e hijas? ¿cómo podemos incrementar la comunicación con ellos?
Bien, querido lector o lectora, una vez que sabes de qué va el artículo, comienzo pues.
De todo, menos indiferencia
Los hijos pueden enfadarnos, cansarnos, hacer que se nos caiga la baba, aflorar la ternura que ya considerábamos enterrada en algún lugar recóndito de nuestro corazón, o también asustarnos de cuánta irritación son capaces de descubrir en nosotros. Pueden hacer que se acorte la respiración del maestro Zen, o que se enerve el yogui. En fin, de todo pueden hacernos sentir. De todo menos indiferencia.
Los infantes están llenos de ki, de energía fresca, son la medida más palpable y fiable de cuán cerca o lejos estamos los adultos de una vida intensa. Ellos, precisamente por su ingenuidad, son capaces de descubrir que somos gigantes con pies de barro. Suelo decir en mis cursos para padres y madres, que formar a adultos es, en comparación con la crianza, algo fácil y menos intenso, pues los alumnos y el profesor o maestro han pactado tácitamente unos esquemas que rara vez se cambian. Los niños no entienden de esquemas, todavía no. En cierta ocasión un maestro de una práctica oriental me dijo que el único que le había hecho dar un paso más en su búsqueda personal, después de veinte años de práctica, había sido su hijo. Las expresiones de los niños están llenas de intensidad, o la sabemos vivir y encauzarla o no, pues no hay esquemas tácitos que mediatizan la vivencia. “Yo estaba instalado -me decía este maestro-, en mi rol, yo era el maestro y todos los demás los alumnos, después de años sabía estar y deduzco que no lo hacía mal, creo que he ayudado a mucha gente en su búsqueda personal, pero esto, en el fondo, es una actividad cómoda comparada con la crianza, pues casi ningún alumno cuestiona seriamente a quien considera su maestro, precisamente porque éste simboliza, acertadamente o no, su oportunidad para salir de la situación en la que está. Esto que afirmo no es extraño, sucede en cualquier relación humana: con la pareja, entre el psicoterapéuta y el paciente, con los amigos, etc. Sin embargo mi hijo con su inocencia, desparpajo, salidas de tono, etc. me mostraba cuan vulnerable era mi capacidad de percibir el ki, y te confieso que después me sentía avergonzado ante mis alumnos cuando les hablada de la energía vital. A veces, una tarde-noche con mi hijo era más intensa que 15 de días a 12 horas diarias de retiro y meditación con mi maestro”. Desde luego esta persona supo dar vida a su paternidad, supo encontrar un sitio -su sitio- ante aquella presión y no eludir su deseo de cuidar. Conozco a otros que optaron por ignorar a sus hijos y seguir siendo únicamente maestros.
Sin embargo, ésta es sólo una cara de la moneda, pues ser padres no significa que ya no somos quienes éramos. ¿Acaso tenemos que abandonar todos nuestros deseos al tener un hijo? ¿qué hacemos con nuestra necesidad de realizarnos en el trabajo, con nuestros amigos, con nuestra pareja etc.? Es evidente que todo este mundo íntimo hay que seguir teniéndolo en cuenta, no se trata de olvidarlo o anularlo, sino de resituarlo junto con la nueva vida que comenzamos, de poner a la crianza junto con las otras inquietudes que ya teníamos y cultivarlas, dentro de lo posible, sin excluir a ninguna. Desde luego algún precio habremos de pagar, pero acaso… ¿no pasa esto con todo? Si tenemos pareja nos faltan las ventajas del soltero, si lo que queremos es trabajar, dejaremos de tener todas las ventajas del estudiante, etc. Lo que creo que es un error es hacer de los hijos una carga, que sean el punto por donde se parte la cuerda. Es necesario pues aprender, porque la misma intensidad de la crianza hace que no podamos seguir siendo los mismos, y precisamente por ello, porque nos impide seguir sin mejorar, es por lo que hay que tomar el toro por los cuernos.
Los padres se sienten perdidos
La mayoría de padres y madres se sienten perdidos a la hora de encarar la crianza, pues la cultura que hemos creado no considera la formación de los progenitores como algo imprescindible. Nuestros padres no nos enseñaron a ser eso, padres o madres, y tampoco hay escuelas para aprender a hacer interesante la crianza, (éste es uno de mis proyectos). Hemos creado una cultura basada en promover la intervención paliativa: se apoya el parto en los hospitales, el frío biberón en lugar de la cálida teta, a los pediatras, psicólogos, etc., en lugar de una formación y cultura que nos ayude a saborear y realizar la crianza.
Por ello, es en parte comprensible que con estas condiciones muchos padres y madres se sientan perdidos, deduzcan que sus hijos son un rollo y no degusten el mundo que traen consigo. Sin embargo, una vez que se toma la determinación de criarlos, lo difícil se vuelve interesante, el miedo ante una duda se convierte en un aliado que incrementa nuestra sensibilidad, una enfermedad es una oportunidad para profundizar en nuestro acercamiento y entrega. Sus juegos son una invitación a vivir la ternura, sus extralimitaciones una ocasión para aprender la importancia de enfadarse. Se trata pues, de tomar las riendas.
La Observación, la Reflexión, la Intervención:
los tres pilares de la crianza
Todo padre o madre no puede seguir siendo el mismo, los esquemas de adulto no sirven para tratar con el mundo de los niños, pues ellos no hablan el mismo lenguaje. Han de cultivar y solidificar los que, a mi modo de ver, son los tres pilares que sostienen la crianza: Observación, Reflexión, Intervención. Estos tres recursos de nuestra inteligencia creadora son imprescindibles no sólo para la crianza, sino para cualquier actividad humana. Un buen padre o una buena madre ha de aprender a observar, es decir a distinguir lo esencial de todo aquello que percibe. También a reflexionar, pensar y reconsiderar los conceptos desde los cuales vemos la vida. Y por último aprender a intervenir, para que el niño en lugar de obedecer, descubra cuáles son sus deseos y cómo llevarlos a cabo.
Cuidar la atmósfera y nuestras expresiones
Llamo atmósfera a un ambiente cotidiano que contenga la posibilidad de que el niño pueda encontrar un espacio para comprender una determinada experiencia. No propugno pues un ambiente costoso, ideal o falto de problemas. La atmósfera que rodea al niño sotiene su crianza, es su cimiento. Debido a que sus “sensores” todavía no están formados, los infantes no saben discriminar determinados estímulos, y por ello todo lo indirecto le entra con más facilidad.
Hemos de estar, por tanto, atentos a los ejemplos que les damos, a nuestras actitudes, comportamientos con nuestra pareja, con los amigos, etc.
¿Son los niños adultos en pequeño?
Uno de los errores más frecuentes en la crianza es tratar a los niños como si no fueran eso, niños. Así, con toda nuestra buena intención, podemos robarles su infancia permitiendo que entren en el mundo de los adultos cuando todavía no lo son. Por ejemplo cuando se les permite estar presentes en las discusiones con nuestra pareja o con algún amigo, cuando vemos películas que pueden confundirle, o hablando delante de ellos de temas que son susceptibles de ser malinterpretados. La razones que se aducen para mantener esta actitud no tienen ninguna consistencia, son proyecciones de nuestra propia inseguridad. Por ejemplo se aduce que es para que no se sientan marginados. Un niño no se siente marginado por ser niño, es más, al apoyar su niñez impidiendo que entre en el mundo de los adultos, ritualizamos su crecimiento y por lo tanto su capacidad de aprender a responsabilizarse y cuidar de los demás. Así llegado el momento oportuno, podemos decirle: “hoy puedes estar delante, pues ya te estás haciendo una mujer/un hombre” . Parece evidente que del mismo modo que un niño de tres años no puede asir o lanzar una pelota con soltura, debido a la falta de desarrollo en su aparato locomotor, tampoco puede asimilar estímulos psíquicos que requieren una estructura conveniente. Hemos de tener cuidado con nuestras buenas intenciones, pues podemos ocasionarles mucho daño inmediato o a largo plazo, al hacerles precózmente viejos.
El arte de persuadir
En otros momentos, igualmente con la mejor intención, queremos que comprendan algo y lo único que hacemos es calentarles la cabeza. Estos días presencié la siguiente escena: una madre le decía a su hijo de unos cinco años que no comiera más helado, pero el niño insistía, la madre tratando de que lo entendiera sin tener que reprimirlo, sólo se le ocurrió explicarle que: “los helados tienen unos bichitos que cuando llegan a la barriga se hacen grandes y entonces se te hincha, se te hincha y… fíjate lo que te puede pasar”. El niño, con los ojos de par en par, espantado seguramente por la imagen de su barriga llena de bichos, tragó saliva, mientras miraba intermitentemente a su madre y al helado, sintiendo probablemente que se le estaban helando las entrañas.
Reivindico pues persuadir en lugar de convencer o imponer. La persuasión no implica lucha, sino comunicación con la otra persona de tal modo, que ésta se ponga en movimiento por sí misma.
En fin, por todo lo que hemos visto parece claro que nuestros hijos reflejan cuán poco nos conocemos. Por ello, ante las OPCIONES de vivir la crianza como si fuera un lastre, o de vivirla a medias, simplemente cumpliendo, parece más inteligente, aunque a veces sea más incómodo, tomarla como una oportunidad para mejorar, para descubrirnos y posibilitar que nuestro hijo saque lo mejor de sí.
Si tomamos esta última opción hemos estar atentos a no reproducir los cuestionables esquemas que nos aplicaron nuestros padres, o por el contrario, a no reaccionar yéndonos al lado opuesto, es decir a comportarnos con nuestros hijos consintiéndoles todo, incapaces de decirles basta, etc. De vez en cuando estaría bien recordar que Educar no es guiar a los hijos según como sople el viento, el universo o lo que sea, es acompañarlos y orientarlos en su crecimiento para que descubran sus limitaciones y potencialidades, para que sepan vivir sus fracasos y aciertos, para que llegados a adultos su corazón siga latiendo con ilusión, para que puedan ver -como dice J. A. Marina- una salida donde todos los indicios muestran que no la hay. Y esta tarea, no sólo nos toca cumplirla como padres que somos, sino, además, hacerla interesante y llena vida.
Quedan en el tintero, (en la actualidad en lugar del tintero, habría que decir en el ordenador), otros temas apasionantes como son la vivencia de la enfermedad y la salud, el regaño y el elogio, los celos en la pareja o con los otros hijos, las mentiras, la rebeldía, los juegos, la imaginación, etc. etc., pero démonos tiempo.