Muchas personas creen que la verdad transmite poder. Creen que los líderes, religiones o ideologías que malinterpretan la realidad acaban perdiendo ante rivales con una visión más clara. Por ende, creen que apegarse a la verdad es la mejor estrategia para hacerse de poder. Por desgracia, esto solo es un mito que reconforta. De hecho, la verdad y el poder guardan una relación mucho más complicada porque en la sociedad humana el poder significa dos cosas muy distintas.
Por un lado, tener poder significa tener la capacidad de manipular realidades objetivas: para cazar animales, construir puentes, curar enfermedades, construir bombas atómicas. Este tipo de poder está estrechamente vinculado con la verdad. Si crees en una teoría física falsa, no podrás construir una bomba atómica.
Por el otro lado, el poder también significa tener la capacidad de manipular las creencias humanas, con lo que lograrás que muchas personas cooperen de manera efectiva. Construir bombas atómicas no solo requiere una compresión detallada de la física, sino además el trabajo coordinado de millones de personas. El planeta Tierra fue conquistado por los Homo sapiens y no por chimpancés o elefantes porque somos los únicos mamíferos capaces que cooperar entre sí en grandes cantidades. Además, la cooperación a gran escala depende de creer en las mismas historias, pero estos relatos no necesitan ser ciertos. Es posible unir a millones de personas haciéndoles creer en historias completamente ficticias sobre Dios, la raza o la economía.
La naturaleza dual del poder y la verdad se traduce en el curioso hecho de que los humanos sabemos muchas más verdades que ningún otro animal, pero también creemos en muchas más insensateces. Somos, al mismo tiempo, los habitantes más listos y los más crédulos del planeta. Los conejos no saben que E=MC², que el universo tiene 13.800 millones de años y que el ADN está compuesto de citosina, guanina, adenina y timina. Sin embargo, los conejos no creen en las fantasías mitológicas ni en los disparates ideológicos que han fascinado a incontables seres humanos durante miles de años. Ningún conejo habría estado dispuesto a estrellar un avión contra el World Trade Center de Nueva York con la esperanza de ser recompensado con 72 conejas vírgenes en otra vida.
Los humanos sabemos muchas más verdades que ningún otro animal, pero también creemos en muchas más insensateces. Somos, al mismo tiempo, los habitantes más listos y los más crédulos del planeta.
Cuando se trata de unir a las personas en torno a una misma historia, la ficción en realidad goza de tres ventajas inherentes sobre la verdad. La primera es que, en tanto que la verdad es universal, las ficciones tienden a ser locales. En consecuencia, si queremos distinguir a nuestra tribu de los forasteros, una historia ficticia nos servirá mucho más como un marcador de identidad que una historia verdadera. Supongamos que enseñamos a los miembros de nuestra tribu a creer que “el sol sale por el oriente y se oculta por el poniente”. Este sería un mito tribal bastante débil, puesto que, si me encuentro a alguien en la selva y esa persona me dice que el sol sale por el oriente, eso podría indicar que esa persona es un miembro leal de nuestra tribu, pero también podría indicar que es una extranjera inteligente que llegó a la misma conclusión sin la guía de nuestra tribu. Por lo tanto, es mejor enseñar a los miembros de la tribu que “el sol es el ojo de una rana gigante que todos los días atraviesa el cielo de un salto”, dado que muy probablemente pocos extranjeros llegarán a esa idea en específico por sí mismos, sin importar lo inteligentes que sean.
La segunda gran ventaja de la ficción sobre la verdad tiene que ver con el principio de la desventaja, que establece que las señales confiables deben ser costosas para el emisor. De lo contrario, pueden ser imitadas fácilmente por los falsificadores. Por ejemplo, los pavorreales macho muestran sus aptitudes a las hembras haciendo gala de una enorme y colorida cola. Esta es una señal confiable de capacidad, porque la cola es pesada, voluminosa y atrae a los depredadores. Solo un pavorreal realmente capaz puede sobrevivir a pesar de esa desventaja. Algo similar sucede con las historias.
Si la lealtad política se mide a través de la creencia en una historia verídica, cualquiera puede fingir tal lealtad. Pero creer historias ridículas y extravagantes exige un costo mayor y, por ende, es una mejor señal de lealtad. Si le crees a tu líder solo cuando ella o él dice la verdad, ¿qué prueba eso? En cambio, si le crees a tu líder incluso cuando construye castillos en el aire, ¡eso sí es lealtad! Los líderes astutos algunas veces dicen de manera deliberada insensateces a fin de identificar a los devotos confiables de los seguidores condicionales.
La tercera ventaja, y la más importante, es que la verdad suele ser dolorosa y perturbadora. De ahí que quien se apega a la realidad pura tiene pocos seguidores. Un candidato presidencial estadounidense que le dice al pueblo de ese país la verdad y nada más que la verdad sobre la historia de Estados Unidos tiene asegurada la derrota al cien por ciento en las elecciones. Lo mismo sucede con los candidatos de todos los demás países. ¿Cuántos israelíes, italianos o indios pueden soportar la verdad inmaculada sobre sus naciones? Un apego absoluto a la verdad es una práctica espiritual admirable, pero no es una estrategia política ganadora.
Algunos pueden argumentar que los costos a largo plazo de creer en historias ficticias pesan más que las ventajas a corto plazo de la cohesión social; que una vez que la gente adquiere el hábito de creer en ficciones absurdas y falsedades convenientes, ese hábito se extiende a cada vez más áreas y, en consecuencia, la gente acaba por tomar malas decisiones económicas, adopta estrategias militares contraproducentes y no logra desarrollar tecnologías efectivas. Aunque esto ocurre ocasionalmente, está lejos de ser una regla universal. Incluso los fanáticos más fervientes y extremos suelen ser capaces de compartimentar su irracionalidad de tal modo que creen disparates en algunos campos, mientras que siguen siendo sumamente racionales en otros.
Pensemos, por ejemplo, en los nazis. La teoría racial del nazismo se basaba en pseudociencia falsa. Aunque trataron de reforzarla con evidencia científica, los nazis tuvieron que silenciar sus facultades racionales a fin de desarrollar una creencia lo suficientemente fuerte para justificar el asesinato de millones de personas. No obstante, a la hora de diseñar las cámaras de gas y preparar los horarios de los trenes hacia Auschwitz, la racionalidad nazi salía intacta de su escondite.
Lo que es cierto acerca de los nazis también es aplicable a muchos otros grupos fanáticos a lo largo de la historia. Resulta aleccionador darse cuenta de que la Revolución Científica comenzó en la cultura más fanática del mundo. En los días de Colón, Copérnico y Newton, Europa tenía una de las concentraciones más altas de extremistas religiosos y el nivel de tolerancia más bajo en su historia.
Se cree que el mismo Newton pasó más tiempo buscando mensajes secretos en la Biblia que descifrando las leyes de la física. Las luminarias de la Revolución Científica vivieron en una sociedad que expulsó a judíos y musulmanes, quemaba herejes al por mayor, veía a las mujeres mayores que amaran a los gatos como brujas e iniciaba una nueva guerra religiosa cada luna llena.
Si hubiésemos viajado a El Cairo o a Estambul hace unos cuatrocientos años, habríamos encontrado una metrópolis multicultural y tolerante donde los sunitas, los chiitas, los cristianos ortodoxos, los católicos, los armenios, los coptos, los judíos e incluso uno que otro hindú vivían unos junto a otros en relativa armonía. Si bien tenían sus desacuerdos y trifulcas —y aunque el Imperio Otomano discriminaba de manera habitual a las personas por motivos religiosos—, era un paraíso liberal comparado con Europa occidental. Si entonces hubiésemos zarpado con destino al París o al Londres de la época, habríamos encontrado ciudades inundadas de intolerancia religiosa, en las que solo los que pertenecían a la secta dominante podían vivir. En Londres, mataban católicos; en París, mataban protestantes; hacía tiempo que se había desterrado a los judíos, y nadie en su sano juicio habría soñado con dejar entrar musulmanes. Sin embargo, la Revolución Científica comenzó en Londres y París, en lugar de en El Cairo o Estambul.
La capacidad de compartimentar la racionalidad tal vez tiene mucho que ver con la estructura de nuestro cerebro. Distintas partes del cerebro son responsables de distintos modos de pensamiento. Los seres humanos podemos desactivar y reactivar de manera inconsciente las partes del cerebro que son fundamentales para el pensamiento escéptico. De esta forma, Adolf Eichmann quizá mantenía desactivado su lóbulo prefrontal mientras escuchaba a Hitler pronunciar un discurso apasionado, para luego echarlo a andar de nuevo y organizar cuidadosamente el horario de los trenes hacia Auschwitz.
Incluso si hay que pagar algún precio por desactivar nuestras facultades racionales, las ventajas de la mayor cohesión social suelen ser tan grandes que las historias ficticias suelen triunfar una y otra vez sobre la verdad en la historia de la humanidad. Los académicos lo han sabido desde hace miles de años, razón por la cual a menudo han tenido que escoger entre servir a la verdad o a la armonía social. ¿Debían proponerse unir a las personas asegurándose de que todos creyeran en la misma ficción o debían dejar que la gente supiera la verdad, aunque el precio a pagar fuera la desunión? Sócrates eligió la verdad y fue ejecutado. Las instituciones académicas más poderosas de la historia —ya fueran de sacerdotes cristianos, mandarines confucianos o ideólogos comunistas— antepusieron la unidad a la verdad. Por eso fueron tan poderosas.
Autor: Yuval Noah Harari
Fuente: New York Times en Español