Esta pregunta aparentemente inocente es precisamente la misma que muchos biólogos llevan formulándose desde hace mucho tiempo: ¿es reversible la evolución? Esto es lo que sabemos al respecto.
El de la inteligencia es un concepto espinoso, uno de los atributos humanos (o animales, quizá) más intangibles que podemos encontrar. El término puede abordarse desde infinitos criterios, sin embargo, a efectos de este artículo consideremos aquella definición que determina la inteligencia como el conjunto de habilidades cognitivas y conductuales que permiten una adaptación eficiente al ambiente físico y social. Asumamos también que la inteligencia (humana) es uno de los mayores logros de la evolución, aquel que nos ha permitido convertirnos en la especie dominante de nuestro planeta.
Con este marco en mente, pues, remontémonos a 2018, año en el que un equipo de investigadores de la universidad de Michigan daba a conocer al mundo los resultados de su estudio publicado en la revista PNAS: uno que concluía que desde mediados de la década de los 70 el coeficiente intelectual humano, lejos de aumentar —siguiendo el conocido efecto Flynn, que evidenciaba un progresivo incremento generacional de la inteligencia— había comenzado a descender.
Lo que los investigadores estimaban es que aproximadamente desde el año 1975 los seres humanos nos estábamos volviendo más ignorantes, lo cual, en una nueva vuelta de tuerca, podía situarnos ante una pregunta incómoda: si consideramos nuestra inteligencia como el sumun de la evolución, ¿indicaban las conclusiones de los científicos que podríamos estar involucionando? Esta pregunta que algunos podríamos habernos hecho inocentemente es precisamente la misma que varios biólogos llevan formulándose desde hace mucho tiempo.
¿PUEDE RETROCEDER LA EVOLUCIÓN? LA FALACIA DE LA COMPLEJIDAD
El término devolución, evolución regresiva o evolución degenerativa no es nuevo. Uno de los primeros en sugerir esta posibilidad fue el naturalista y biólogo Ray Lankester, quien en su obra titulada Degeneración: Un capítulo en el darwinismo (1880), sostenía que si bien era posible evolucionar, también lo era devolucionar, y que los organismos complejos podían retornar hacia formas más simples, pero, ¿podría haber algo de razón en la propuesta de Lankester?
La Síntesis Evolutiva Moderna o Neodarwinismo, el cual aúna la teoría de la Evolución por Selección Natural de Charles Darwin, la teoría Genética de Gregor Mendel como base de la herencia genética y el concepto de mutación aleatoria como fuente de variación genética en las poblaciones, establece que la evolución se produce cuando ciertos atributos hereditarios de una población inciden en un mayor éxito reproductivo de los portadores de estos. Por el contrario, los atributos menos ventajosos disminuirán en el acervo genético de dicha población, llegando a perderse con el tiempo.
En este sentido la evolución ha dado lugar a algunas características más fascinantes del mundo natural: la trompa de los elefantes, los brazos de los pulpos, las ampollas de lorenzini de los tiburones o como decíamos al comienzo de estas líneas, la inteligencia humana, son solo algunos ejemplos de ello. Sin embargo, pese al notable aumento en la complejidad en todos estos atributos, al contrario que defiende el devolucionismo, la mayoría de los biólogos evolutivos sostienen que la evolución no implica necesariamente un aumento en la complejidad.
La devolución asume de manera engañosa que la evolución tiene el objetivo de crear formas de vida más complejas
Es decir, la devolución asume de manera engañosa que la evolución tiene el objetivo de crear formas de vida más complejas, sin embargo, existen multitud de ejemplos de disminución de la complejidad en la historia de la evolución que refutan esta idea. Uno de ellos lo encontramos en el increíble olm, el único anfibio europeo que vive exclusivamente bajo tierra.
Como consecuencia de su modo de vida el olm es ciego, ha perdido la funcionalidad de sus ojos, simplemente no los necesita. Para los devolucionistas este sería un ejemplo claro de que la evolución puede ser reversible. Sin embargo, por un lado el olm, al perder la vista, renuncia a un sentido complejo y demandante de un gran gasto energético pero sobre todo innecesario en su ambiente.
Por otro lado, esta aparente pérdida de complejidad puede verse acompañada de un aumento de la misma en otros aspectos menos obvios: en el caso del olm con el desarrollo de un oído privilegiado adaptado para percibir el sonido a través de las ondas del agua, así como de las vibraciones de la tierra; o un órgano en forma de ampolla situado en su cabeza que le permite orientarse a través del campo magnético. Tal y como defiende el neodarwinismo, la evolución favorece las características que hacen que un organismo se adapte mejor a su entorno. Y en este sentido, lo que los devolucionistas llaman evolución regresiva (la pérdida de los ojos) es la evolución en su estado más puro.
LA EVOLUCIÓN NO TIENE UNA FINALIDAD: LA FALACIA DE LA TELEOLOGÍA
Otros de los errores más comunes al pensar en la evolución es hacerlo en términos de finalidad. Así, muchas personas entienden la evolución como el producto final de un proceso en el que existe una jerarquía en la que los distintos organismos pueden ascender o descender. De hecho, esta idea procede de una visión eminentemente antropocéntrica de la biología, en la que, por ejemplo, se considera que las piernas con pies son mejores que aquellas con pezuñas o cascos, o que respirar con pulmones es mejor que hacerlo con branquias.
Sin embargo, desde una perspectiva biológica la evolución no es más que un proceso en sí mismo, como hemos explicado, regido por los cambios genéticos en las poblaciones de las especies a través de la generaciones. Por el contrario, muchas personas piensan que las especies evolucionan para adaptarse a las demandas de un medio cambiante: esto es lo que los biólogos conocen como la falacia de la teleología. Pero tal y como demuestra el registro fósil, cerca del 99% de las especies que han habitado en nuestro planeta se han extinguido, lo que indica que la evolución, en la mayoría de los casos, no implica que las especies se adapten con éxito. Se trata esta de otra de las mayores críticas a la teoría de la devolución, ya que esta implica un jerarquía en la que los organismos pueden volver hacia atrás; una jerarquía, no obstante, ficticia. También que la evolución tiene una finalidad, la adaptación, la cual, más allá de un fin, es una consecuencia (la menos probable) del proceso.
LA EVOLUCIÓN A ESCALA MICROSCÓPICA
Algunos años después de la propuesta de Lankester, otro de los científicos en reflexionar sobre la evolución inversa fue el biólogo belga Louis Dollo, quien en 1893 formuló la llamada Ley de la irreversibilidad evolutiva o Ley de irreversibilidad de Dollo, la cual postula que un organismo que ha evolucionado en cierto modo no volverá exactamente a una forma anterior.
Un ejemplo de ello lo encontramos en la cola de los cetáceos, las cuales evolucionaron a partir de organismos que antes vivieron en la Tierra como resultado de la adaptación de su columna vertebral a la propulsión en el agua. A diferencia de las colas del antepasado marino de los mamíferos, los sarcopterigios, y de los teleósteos, que mueven su cola horizontalmente, la cola de los cetáceos se mueve en vertical fruto de la posición de su columna: una evidencia de que la evolución no retrocede, sino que busca nuevos caminos aún cuando como resultado se obtienen funciones similares.
Para poner a prueba la Ley de la Irreversibilidad de Dollo, un equipo de científicos de la Universidad de Oregon decidió hace unos años estudiar cómo funciona la evolución a nivel molecular. Para ello estudiaron una proteína conocida como receptor de glucocorticoides que, al unirse a la llamada hormona del estrés o cortisol, interviene en la activación del sistema de alerta en los mamíferos.
Los que los científicos descubrieron es que a lo largo de 40 millones de años de evolución esta proteína había sido sujeto de varias mutaciones que le han permitido fijar el cortisol. Para tratar de refutar la Ley de Dollo, buscaron revertir dichas mutaciones, sin embargo el experimento fracasó, y lo que obtuvieron los investigadores fue un receptor completamente disfuncional. Esto es debido a que cuando se producen varias mutaciones estas se ven influidas entre sí, creando una nueva complejidad que cierra las puertas a que se produzca una mutación inversa.
¿HEMOS DEJADO DE EVOLUCIONAR LOS SERES HUMANOS?
Regresando a la pregunta que nos ocupaba al principio y a razón de lo visto, cabe volver a aclarar que una regresión en un atributo cualquiera, como puede ser la inteligencia humana, no implica devolución o evolución degenerativa. De hecho, en los seres humanos se ha constatado un descenso de la complejidad en las llamadas estructuras vestigiales, es decir, partes de nuestro organismo que parecen no cumplir una función como son las muelas de juicio, el apéndice o incluso el vello corporal.
Al contrario, otras pistas, como es la capacidad de digerir la lactosa de la leche aún siendo adultos, algo que hace unos 10.000 años resultaría imposible, se antojan pruebas de cómo la evolución sigue actuando en nuestra especie a pesar de, al menos en parte, haber escapado al mecanismo de la selección natural.
De hecho, yendo un paso más allá, podríamos incluso preguntarnos si, al volvernos menos inteligentes, nos estamos adaptando más adecuadamente a una sociedad cada vez menos exigente. Al fin y al cabo esta es una de las consecuencias últimas de una evolución exitosa: adaptarse lo mejor posible al mundo que nos rodea. Si al cabo de varias generaciones los seres humanos seleccionamos para reproducirnos a aquellos congéneres que hacen gala de las menores capacidades intelectuales en favor de otros atributos, algo que por otra parte podría estar pasando, nuestra especie podría volverse mucho menos inteligente, aunque eso no implique que hayamos dejado de evolucionar. Puede que la idea no resulte atractiva, pero es una posibilidad que resulta factible, sobre todo al observar a una gallina y pensar que, hace miles de años, sus antepasados eran dinosaurios…
Fuente: Héctor Rodríguez. www.nationalgeographic.com.es