Quisiera comenzar con una suerte de juego etimológico diferenciando —conceptualmente— dos términos que, con frecuencia, son usados de forma alternativa e indistinta: “alumno” y “estudiante”. El término “alumno” provine del verbo latín alere, que significa “alimentar”, y podría describir con precisión a quien cumple un rol pasivo en la relación docente-alumno; es decir, un sujeto que es “alimentado” de una serie de conocimientos por parte de una figura jerárquica —ya sea un docente, tutor o familiar— poseedora de saberes. En otras palabras, el maestro es aquí el experto y los alumnos (seres inconclusos cuyas ideas y pensamientos son por lo general subestimados) se limitarán a engullir los contenidos sin siquiera digerirlos y a acatar las órdenes del docente. Por otro lado, la palabra “estudiante” procede del verbo latín studeo, que antiguamente no significaba “estudiar” en el sentido que hoy posee; sino más bien “tener gran gusto (por algo)”, “estar deseoso (de algo)”, “realizar con afán”, etc. El énfasis en la diferencia semántica entre estos dos términos radica en la intención de reforzar en quien enseña la idea de que quien incorpora el saber debe adoptar un rol protagónico y una actitud activa durante el proceso de aprendizaje. Al enseñar es necesario partir de la concepción de que quien tenemos enfrente no es un receptáculo baldío al que hay que colmar, sino quien debe idealmente comprometerse con el saber, transformarlo e interpretar el mundo a través de él; alguien que debiera estar motivado para hacer de una curiosidad un interés, y de éste una pasión. El docente tiene la primordial y difícil tarea de despertar en los estudiantes la pasión por el aprendizaje y guiarlos en la búsqueda de su propio camino hacia la autonomía de pensamiento.
Ante todo, enseñar tiene que ver con enseñar a preguntar. Aunque aquí no se está haciendo alusión a la clase de preguntas que remiten a la falta de información o de un dato preciso, que requieren de respuestas breves, únicas, y que tienen como réplica una respuesta que satisface nuestra curiosidad o necesidad inmediata. “¿Qué hora es?”, “¿cuántos grados hace?”… O preguntas de aplicación del pensamiento convergente que, normalmente, no originan un diálogo o una interacción: cuánto es dos más dos, a cuántos grados hierve el agua o cuál es el modificador directo en una oración… ¿Qué tienen en común todas estas preguntas? Pues que sus respuestas son definitivas y no presentan ningún tipo de ambigüedad. Probablemente las preguntas que más importan son aquellas que convergen al unísono en un rasgo esencial, a saber, ayudan a pensar. Las auténticas preguntas no cuentan con respuestas previamente constituidas; son preguntas que implican y exigen respuestas que no pueden ser delegadas en otros y que constituyen, en efecto, un ejercicio de discernimiento que no puede (ni debe) ser encomendado a otro(s). Preguntas como “¿quién soy?”, “¿hacia dónde voy?”, “¿qué quiero ser?”, “¿qué significa la libertad?”, “¿soy libre?”, “¿por qué debemos morir?” y “¿qué es el prójimo?” son en definitiva las preguntas que nos asaltan ante el asombro de reconocernos finitos. Todas ellas se constituyen, en definitiva, a través de un saber adquirido desde la propia singularidad. Se trata de preguntas que provocan una disrupción mental, y que como consecuencia inevitable conducen a más preguntas, a nuevos cuestionamientos. Por lo tanto, formular preguntas que coadyuven al desarrollo de procesos reflexivos es condición sine qua non para avivar el espíritu crítico de los individuos y contribuir, no sólo a un mayor entendimiento del mundo circundante, sino también a relacionarse con autonomía y autorregulación dentro de una sociedad. En otras palabras, los conocimientos impartidos en el aula (física o virtual) deben constituir fundamentalmente herramientas culturales que puedan contribuir a la construcción de la subjetividad de los sujetos; en efecto, herramientas que tengan como finalidad formar ciudadanos en tanto seres políticos; esto es, individuos inmersos en una sociedad donde las relaciones de poder y la convivencia con otros seres se hallan en permanente disputa. He aquí a lo que Paulo Freire denomina “politicidad de la educación”, la cual, según el autor, es inherente a la práctica educativa. En un fragmento de El grito manso, Freire (2003) afirma: “No hay práctica educativa que no sea política; no hay práctica educativa que no esté envuelta en sueños; no hay práctica educativa que no involucre valores, proyectos, utopías. No hay, entonces, práctica educativa sin ética” (p. 51). Del mismo modo, el filósofo argentino Alejandro Cerletti emparenta la noción de educación al término griego de polis (ciudad) cuando escribe que “educar es formar ciudadanos para la vida en la polis” (Cerletti, 2008, p. 32).
Quien enseña educa, y quien educa debiera idealmente hacerlo filosóficamente.
El film La sociedad de los poetas muertos podría servir como ejemplo para ilustrar lo antes dicho. Allí, el profesor de Literatura John Keating se muestra como un experto en aquella función, puesto que, con un gran espíritu vocacional no exento de pasión, insta e incita a los estudiantes a participar activamente del proceso de aprendizaje, guiándolos a través de él. Asimismo, propone dar a la enseñanza una direccionalidad atípica e innovadora, saliéndose de los estándares tradicionales con el propósito de despertar en los estudiantes el interés por el aprendizaje fomentando, además, su capacidad de autoconocimiento y la búsqueda de su autorrealización por medio del pensamiento crítico. En rigor, quien enseña educa, y quien educa debiera idealmente hacerlo filosóficamente. Esto significa provocar en los educandos una ruptura cognitiva; incitarlos a pensar por sí mismos, volviéndolos protagonistas de los procesos de aprendizaje. El docente debería proveer a los educandos de herramientas que les permitan asumir el rol de hacedores de su propio devenir y de elegir con autonomía aquellos valores que vayan a regir su vida, y que predominarán no obstante de otros que quieran decidir por ellos el camino a seguir. Así lo sugiere la palabra “enseñar”: ésta proviene del verbo en latín insignare, compuesto por el prefijo in (en) y el verbo signare (señalar hacia), lo que significa orientar a alguien en el camino a seguir, generando procesos de búsqueda a través del conocimiento.
Ahora bien, para garantizar una enseñanza efectiva existe una práctica que resulta fundamental: me refiero, aquí, a la didáctica. Se conoce por didáctica a la disciplina que estudia las diferentes técnicas y los métodos de enseñanza. O bien, como propone Magda Becker Soares (1985), la didáctica “debería ser la ciencia (social) que estudiase el aula tal como ella realmente es y lo que en ella transcurre” (p. 4). Es decir, una cosa es la teoría y otra lo que resulta de ella en el devenir áulico. Las diferentes prácticas de enseñanza son el objeto de estudio de la didáctica; ésta provee a los docentes de recursos y herramientas de análisis y reflexión que les permiten elaborar estrategias pedagógicas serias, rigurosas y dinámicas que pueden fundarse sobre sólidos cimientos teóricos y sean luego de utilidad para los distintos contextos áulicos. Toda didáctica deviene y se funda en afirmaciones políticas, sociales, culturales. Implican la puesta en funcionamiento de relaciones de saber, poder y autoridad. La didáctica no es, en efecto, un método de enseñanza. Enseñar algo bajo un método es hacerlo bajo un sistema de reglas ordenado, rígido e inflexible. La didáctica es, antes bien, un conjunto de estrategias pedagógicas que conforman un repertorio de acciones de enseñanza, y que deben ser sometidas a revisión y reflexión constante. Como expresan las profesoras Anijovich y Mora (2010), “se trata de orientaciones generales acerca de cómo enseñar un contenido disciplinar considerando qué queremos que nuestros alumnos comprendan, por qué y para qué” (p. 23). Las estrategias de enseñanza son como “borradores” que se hallan supeditados al devenir áulico. Es decir que aquéllas sufrirán modificaciones de acuerdo a lo que acontezca en el aula, a los momentos de la clase y a las respuestas que manifiesten los estudiantes ante las propuestas de enseñanza. De allí que enseñar es a la vez “desarrollar acciones pedagógicas acordes a las coordenadas tempoespaciales, los grupos de aprendizaje y particularidades del conocimiento que se enseñe” (Gvirtz, 1998, p. 64).
Como se mencionó anteriormente, la palabra enseñar significa “guiar”, “mostrar el camino a seguir”. Aunque, como plantea Paulo Freire, no hay que confundir direccionalidad con dirigismo; este último es autoritarismo. El profesor debiera idealmente convertir un “aula-celda” en un “aula-taller”; es decir, hacer de aquel espacio físico, donde el docente suele “bajar” una serie de contenidos de forma imperativa y unidireccional, un espacio desjerarquizado. El aprendizaje debe ser guiado a través de estrategias pedagógicas que escapen a la idea de una transferencia sistemática de un cúmulo de saberes establecidos, y del alumno como un receptor pasivo de estos saberes (forma tradicional-conservadora de la educación). Se trata, en efecto, de una didáctica (conjunto de estrategias) que se diferencie del infecundo sistema de aprendizaje prosaico, riguroso e inflexible, de un mero aporte erudito de datos e información, generalmente desprovisto de estímulos que promuevan en los estudiantes la pasión por aprender. Como sentencia Freire:
[En este tipo de enseñanza] (…) no puede haber conocimiento, pues los educandos no son llamados a conocer sino a memorizar el contenido narrado por el educador. No realizan ningún acto cognoscitivo, una vez que el objeto que debiera ser puesto como incidencia de su acto cognoscente es posesión del educador y no mediador de la reflexión crítica de ambos (Freire 2005, p. 62).Enseñar suele confundirse con el simple hecho de explicar algo, como una actividad reductible a una mera transferencia de saberes ya constituidos.
El docente debiera idealmente hacer que el sujeto se aproxime a un nuevo saber, evitando, de este modo, conductas de aprendizaje memorístico y una transmisión unidireccional de saberes enciclopédicos. En la misma línea, como plantean Greco y Toscano (2014), para que esto ocurra “hay que poder mirar las condiciones institucionales: tiempo, espacio, tareas, modos de relación, acompañamientos, propuestas pedagógicas, etc., para que las trayectorias educativas se conviertan en experiencias potentes, subjetivantes, provocadoras de cambio” (p. 2). En este punto resulta necesario traer a colación la concepción freiriana de “educación bancaria”. Como se mencionó al principio de este escrito, enseñar suele confundirse con el simple hecho de explicar algo, como una actividad reductible a una mera transferencia de saberes ya constituidos, donde el educando es visto como un sujeto-vasija al que hay que llenar de contenidos. Freire compara esta concepción de la educación con un depósito o transferencia bancaria, en la cual la enseñanza aparece como “el acto de depositar, de transferir, de trasmitir valores” (Freire 2005, p. 52). Y resulta que, cuanto más lleno el sujeto-vasija con los “depósitos” hechos por el docente poseedor de conocimiento, tanto más parece valorarse a éste. Y cuanto más los estudiantes (ignorantes) se dejen “llenar” de saberes instituidos, tanto mejor (y más dóciles) educandos serán, y además, cuanto más la enseñanza se parezca al acto de depositar y transferir conocimientos, “tanto menos desarrollarán [los sujetos] en sí la conciencia crítica de la que resultaría su inserción en el mundo, como transformadores de él” (Freire 2005, p. 53). Esta concepción social de educación bancaria sirve, según postula Freire, a la dominación de los sujetos, inhabilitado el accionar de los estudiantes. Así, la quietud se apropia del sujeto, aniquilando su capacidad para reflexionar y desarrollar un espíritu crítico, no permitiéndoles asumirse como protagonistas y hacedores de su propia historia. Lo radicalmente opuesto a la concepción de “educación bancaria” es una “educación problematizadora”. Se trata de una educación que promueve la liberación, que no desdeña y por tanto reconoce el carácter histórico e historicista del sujeto y su constante interacción con el mundo circundante. Bajo esta concepción problematizadora de la educación, la aparición de problemas, de cuestionamientos, de críticas y de reflexiones permite al sujeto interactuar con el entorno, le permiten probarse y desafiarse a sí mismos y poder comprobar que no son seres vacíos o inconclusos, y que, en efecto, también son capaces de construir su propio destino. “Cuanto más se problematizan los educandos, como seres en el mundo y con el mundo, se sentirán mayormente desafiados”. (Freire, 2005, p. 86). Es decir que los educandos, a partir de recibir por parte del docente una enseñanza de carácter fundamentalmente problematizadora, donde predomine un espíritu reflexivo y creativo, deberían idealmente comprometerse con el saber, transformarlo e interpretar el mundo a través de él. Así, podemos advertir ¡cuán vital resulta entonces que la enseñanza educativa problematice el proceso de aprendizaje, generando en los sujetos reflexiones, retos y desafíos!
La enseñanza puede resultar, entonces, una fuente cabal de creatividad; la educación se torna limitada si los recursos creativos del profesor son escasos. El filósofo argentino Carlos Skliar enfatiza al respecto:
Cuando la enseñanza se reduce a una mera explicación o transmisión de un conocimiento por medio de ella, aniquila la pasión por aprender. Aniquila toda relación dialógica e intervención dialéctica estableciendo una especie de fórmula mecánica dual de explicación-entendimiento (Skliar, 2007, p. 65).
La pasión por aprender a la que el autor hace referencia no es sino el corolario de la pasión por enseñar del docente; es fruto de un silencio que evidencia la emoción que la pasión por enseñar les transmite. Un silencio áulico no autoritario que surge como resultado de aquello que provoca en los estudiantes el entusiasmo por enseñar. No es un silencio castrador. Es más bien silencio de disrupción. Al igual que Skliar, Freire es terminante cuando afirma que “no existe docencia sin discencia” (Freire 2003, p. 54). Esto significa que la estrecha relación que nace entre el profesor y sus alumnos muestra un camino de ida y vuelta, un objetivo común y bidireccional de aprendizaje. Y si no aparece esta relación dialéctica, de ida y vuelta, pues no aparecerá, por tanto, el espíritu crítico, y se comenzará a habitar el campo de lo inequívoco, de lo inmutable. En definitiva, como el autor brasileño postula, “quien enseña aprende al enseñar y quien aprende enseña al aprender” (Freire, 2003, p. 47). Esto evidencia, además, que, como postula Gvirtz (2008, p. 25), “ser enseñante y aprendiz es una situación provisoria y relativa”. En suma, lo que un docente cabal debe intentar conseguir es hacer converger enseñanza y aprendizaje en un punto común, en un espacio de intersección, creando una zona de confluencia entre enseñante y aprendiz, puesto que sin diálogo, interacción o significados compartidos no es posible construir, conducir o guiar el camino del aprendiz en su proceso de aprendizaje. Por último, como señala Gvirtz (2008, p. 40), “el alumno no es abandonado a su propia capacidad de descubrimiento sino que se pretende poner en marcha un proceso de diálogo entre el aprendiz y la realidad (…)”. En la misma línea, esto es a lo que Emilio Tenti Fanfani llama el principio de reciprocidad. Afirma el autor que “la ‘omnipotencia’ del maestro tiende a ser sustituida por la visión más compleja y política de las relaciones y el juego (las alianzas, las estrategias, el uso del tiempo, etc.)” (Tenti Fanfani, 2000, p. 5). El principio de reciprocidad quiere decir entonces que la relación profesor-alumno no es unidireccional (el profesor tiene todo el poder y hace lo que quiere, mientras que el alumno sólo tiene que obedecer).
El docente no dista demasiado de un artista, o de un actor, en el sentido de que interpreta un papel coprotagónico en un aula-escenario.
Por otro lado, enseñar es también un acto performativo. Y el docente no dista demasiado de un artista, o de un actor, en el sentido de que interpreta un papel coprotagónico en un aula-escenario y que además tiene como propósito transmitir una emoción, a saber, la emoción por aprender. El aula no es sino un escenario en donde el docente lleva a cabo un proceso de enseñanza como un acto performativo que revela su habilidad para transmitir el mensaje adecuado. Un artista tiene generalmente la necesidad de expresar y transmitir sentimientos, percepciones y sensaciones, y comunicar mensajes concretos y precisos. Al enseñar, el docente debiera idealmente suscitar y promover en los estudiantes la sensibilidad crítica y evitar que aquello que se enseña se convierta en la repetición, como un eco, que se desvanece en la fugacidad de un instante, y que el alumno habrá olvidado al día siguiente. No sólo se trata de la figura del docente en tanto actor social y político, sino también de aquella que interpreta un guion para un auditorio que espera ver un actor creíble y convincente. Un verdadero comunicador que posea un compromiso profundo y que ofrezca a través de él una interpretación verosímil de aquello que intenta comunicar. Así, el docente-actor se despoja de escollos desnudando y dejando entrever su ser; mostrándose vulnerable y ocupando ese lugar para completar su performance. Entonces, el docente habrá sido capaz de afectar a su auditorio, de provocar un pathos. Cuanto más aquél se compenetre en su papel, más y mejor llegará a la audiencia el mensaje que busca transmitir. Para que una clase no devenga en un potente somnífero y el aula en un depósito rebosante de melatonina, no debe estar exenta de cambios en los tonos de voz del docente, sus énfasis expresivos, las notas de humor, los silencios… Todo esto determinará el grado de pregnancia que tendrá el mensaje en el auditorio. Entonces el docente habrá roto con ese pathos de la distancia, que nace de la relación asimétrica entre los protagonistas implicados en el proceso de enseñanza-aprendizaje, y de la permanente mirada inhabilitante y lejana, vertical, del docente experto, imprescindible, que apunta hacia quienes juegan el papel de entes sumisos e incompletos. Respecto a la importancia de los silencios, recordemos que el rol del docente es coprotagónico y que deben existir momentos en los que el docente-actor se quede callado, donde su interacción con los otros y con lo que lo rodea pase a ser el foco de atención, para allí poder observar la influencia inmediata del mensaje.
La verdadera riqueza que aporta la relación docente-estudiante no proviene solamente de la adquisición de un conocimiento teórico, sino también de crear las condiciones para su producción. La reflexión y el pensamiento crítico deben estar sistemáticamente unidos a cualquier acción relacionada con el enseñar. El docente debe hacer uso de una didáctica en la cual estos factores converjan al unísono, para transmitir conocimientos que intenten formar sujetos pensantes, que sepan modificar ideas ya establecidas y que, con libertad de criterios, sean en gran medida, artífices de su propio destino. Freire, en un fragmento de El grito manso, escribe:
Enseñar no es transferir contenidos de su cabeza a la cabeza de los alumnos. Enseñar es posibilitar que los alumnos, al promover su curiosidad y volverla cada vez más crítica, produzcan el conocimiento en colaboración con los profesores. El docente no tiene que dedicarse a transmitir el conocimiento, sólo debe proponer al alumno elaborar los medios necesarios para construir su propia comprensión del proceso de conocer y del objeto estudiado (Freire, 2003, p. 52).
Por su parte, la profesora argentina Alicia Camilloni dice al respecto:
es necesario seleccionar y usar bien las estrategias de enseñanza y crear nuevas maneras de enseñar y de evaluar, porque tenemos el compromiso de lograr que todos los alumnos aprendan y construyan toda clase de saberes que les son indispensables en su vida personal, en sus relaciones sociales, como ciudadanos y como trabajadores (Camilloni, 2008, p. 22).
En referencia a esto último, retomo el film: en un pasaje de la película, el profesor Keating dice a sus estudiantes: “En mi clase aprenderán a pensar por ustedes mismos nuevamente”. El profesor tiene en claro que el estudiante en tanto sujeto posee una estructura compuesta por saberes previos, los cuales él, en tanto docente, tendrá que guiar para intentar garantizar una eficiente construcción del conocimiento, aunque dejándoles claro que los verdaderos protagonistas y artífices de dicho proceso serán ellos mismos. En concordancia con esta idea, Silvia Gvirtz reflexiona:
Cuando el diálogo se restringe, lo que se impone es la enseñanza del maestro o del profesor, empobreciendo el desarrollo de la experiencia de los alumnos. En estas ocasiones, cuando la comunicación se restringe, los alumnos pueden asimilar lo que el maestro les pide, pero este aprendizaje no se conecta con los conocimientos o las creencias previas de los aprendices (Gvirtz, 2008, p. 19).
Enseñanza y aprendizaje son más bien constitutivos, se complementan, transitan por senderos distintos aunque paralelos, y no siempre confluyen.
Por otro lado, es preciso desterrar la noción del proceso enseñanza-aprendizaje como un binomio inescindible, regido por un principio de causalidad; es decir, que aunque aprendizaje y enseñanza sean procesos interdependientes, el acto de aprender no constituye una consecuencia ineludible de la acción de enseñar. No se trata, en efecto, de un mecanismo natural, involuntario, incondicionado y sistemático. Enseñanza y aprendizaje son más bien constitutivos, se complementan, transitan por senderos distintos aunque paralelos, y no siempre confluyen. En suma, la relación que resulta entre la enseñanza y el aprendizaje no es de causalidad sino, como afirma la profesora Silvia Gvirtz, es una relación de “dependencia ontológica”. Y añade: “En esta relación, el concepto de enseñanza depende del concepto de aprendizaje, pues sin el concepto de aprendizaje no existiría el de enseñanza” (Gvirtz, 1998, p. 22). Poder detectar y afirmar que aprender y enseñar son dos procesos distintos que no siempre se encuentran entre sí, constituye el punto de partida axiomático para un mejor entendimiento de la relación que existe entre enseñanza y aprendizaje. Aprender es una función psíquica interna e individual, por tanto que enseñar algo no asegura que aquello sea aprendido; no hay, en efecto, causalidades naturales, y por eso es que la didáctica tiene sentido. El proceso de enseñanza-aprendizaje dista de ser una mera actividad de transmisión de un contenido que implica la presencia de al menos dos personas, y una de ellas es la poseedora de tal conocimiento o habilidad que la otra no posee. En suma, para poder dar a la enseñanza una direccionalidad atípica e innovadora y despertar en los estudiantes el interés por el aprendizaje, la didáctica resulta fundamental.
Por otra parte, cabe mencionar que la efectividad de la enseñanza no está garantizada desde una “didáctica del sentido común”. Esto sucede cuando la enseñanza se presenta como un conjunto de ideas generales basado en nociones abstractas, propias de un programa de prácticas cotidianas que no son sometidas ni a revisión ni a crítica. Son, en realidad, enseñadas de acuerdo a creencias populares y a la concepción de verdad a la que remite el conocimiento del sentido común. Allí no existe una problematización sobre la relación entre enseñar y aprender, es decir, se parte de una premisa en la cual las formas de enseñanza son el resultado de un bagaje cultural, de un recorrido de vida; son, en efecto, precarias en su justificación y carentes de argumentos, en tanto son universales y generan aprendizajes de modo asegurado, como si enseñar algo y aprenderlo constituyera un proceso natural y causal: “yo te enseño esto y vos lo aprendes”. Se trata, en definitiva de un pseudocriterio de enseñanza que es más bien intuitivo, y no proviene sino de la creencia de que, por ser especialista en un campo, y por haber sido una vez estudiante, se estaría en condiciones de enseñar. No es lo mismo creer que la enseñanza produce aprendizajes (versión causal/natural/mecánica) que advertir que las propuestas y acciones que el enseñar ofrece, y que los estudiantes deben atravesar en términos de experiencia, favorece la adquisición progresiva y compleja de un conjunto de saberes de distinta índole. “Lo que define al docente experto es saber qué estrategia, qué recursos y qué contenidos son más efectivos para ayudar a sus alumnos a resolver un problema en una situación determinada” (Gvirtz, 2008, p. 30). Es decir, el aprendizaje como proceso tendrá sentido y valor para el sujeto en la medida que constituya una acción que surge de la necesidad de resolver un problema o responder a una inquietud. Como también aseveran Anijovich y Mora:
Las estrategias de enseñanza son modos de pensar la clase; son opciones y posibilidades para que algo sea enseñado; son decisiones creativas para favorecer el proceso de aprender; son una variedad de herramientas artesanales con las que contamos para entusiasmarnos y entusiasmar en una tarea que, para que resulte, debe comprometernos con su hacer (Anijovich-Mora, 2010, p. 10).
Por otro lado, el empleo de estrategias didácticas no tradicionales podría generar (como todo lo nuevo) confusión y desconcierto en los estudiantes. La irrupción de lo diferente, en tanto novedad frente al estado de las cosas, plantea Cerletti, siempre tiene un efecto desestructurante que debe ser contrarrestado de alguna forma, porque implica el riesgo de que se produzcan consecuencias imprevisibles. Y esta idea conduce a la siguiente cuestión: el papel de docente o filósofo-liberador de conciencias puede, en ocasiones, generar tensiones, rispideces y resistencia por parte del otro. Es entonces cuando se evidencia el principal aspecto del problema político de toda educación: ¿hasta dónde puedo obligar al otro a liberarse de su ignorancia en nombre del saber? Es decir, la manera de influenciar al otro, los fines del aprendizaje y su posicionamiento ético y político. En palabras de Cerletti: “¿Qué significa y hasta dónde se puede o debe inducir o forzar a otro en nombre del saber y la liberación del desconocimiento?” (Cerletti, 2008, p. 23).
No se trata de educar ciudadanos sumisos, sino respetuosos de la ley.
Consideraciones finales
Enseñar es, sin lugar a dudas, intentar hallar, o bien generar uno mismo las condiciones para que otros aprendan, es guiar en el proceso de aprendizaje a un individuo autónomo y a la vez sujeto gobernado; un individuo emancipado con autonomía de pensamiento y un sujeto que reconoce los límites y que vive dentro del marco de la ley (aunque no sólo de las leyes que atañen al ámbito de la justicia y que nos dictan las formas de convivir en sociedad, sino también las universales, las atinentes al cosmos). Tomemos aquí el concepto de Kant del uso público y privado de la razón, es decir, la paradójica condición dual de ciudadano que pone de manifiesto ciertas tensiones propias del ser humano: acatar y obedecer las leyes/normas (uso privado de la razón) al mismo tiempo que debemos cuestionarlas y ponerlas en observación (uso público de la razón). En definitiva, educamos individuos “gobernados”, pero que deben cuestionar aquello que los gobierna. Quienes educamos filosóficamente tenemos el deber de promover y aunar la responsabilidad personal dentro de la convivencia que requiere la vida en sociedad al mismo tiempo que la tarea de autonomía. No se trata, en efecto, de educar ciudadanos sumisos, sino respetuosos de la ley. Es esencial, por lo tanto, advertir la tarea primordial del docente y la importancia de su rol como facilitador del proceso constructivo del conocimiento de un individuo en tanto sujeto político protagonista de su propia vida. Enseñar es, en suma, educar filosóficamente individuos autónomos, sujetos pensantes; en definitiva, seres soberanos.
Fuente: Laureano Guzmán. letralia.com