Madre e hija: relación compleja
Amor-odio, aceptación-rechazo, alejamiento-acercamiento, son sentimientos que caracterizan, con mayor o menor intensidad, al vínculo más profundo que existe en la vida de toda mujer, la relación con su madre.
La idolatramos de niñas, la aborrecemos en la pubertad, nuestra enemiga en la adolescencia y, si todo marchó más o menos bien, la comprendemos y valoramos de adultas, acercándonos más a ella.
Pero el tiempo pasa y llega el momento de preguntarnos: ¿qué sucede cuando se es madre? En la mayoría de los casos, cuando ha habido una buena relación, ésta se estrecha aún más, es un momento de acercamiento y de reencuentro, nos damos cuenta de la complejidad que representa “hacer” personas, criar seres humanos. Sin embargo, una mala relación ocasiona un daño muchas veces irreparable.
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La relación madre-hija se encuentra casi siempre en los límites; es indefinible e inalienable. Es diferente, incluso, entre hermanas. Como todo vínculo en crecimiento, es mutante: transforma y se transforma. Es necesario darnos la oportunidad de revisarla y, de ser necesario, modificarla o transmutarla en otra cosa.
Las mujeres construimos en dicha relación nuestro “yo” y nuestra identidad femenina. Por ello, cuando la madre muere y la hija teniendo aún los 15 años y en donde no hubo una figura fuerte sustituta, queda un agujero en el alma. Sin embargo, hay sucesos que aparentemente no son tan trágicos y que pueden ser tan funestos como la pérdida de la madre.
La psicóloga Inés Arribillaga, que, entre las diversas actividades que realiza, trabaja talleres de madres e hijas, nos plantea diversas situaciones, a las que por cierto llama “malas historias”:
a) El abandono, la ausencia o la indiferencia de la madre en forma permanente.
b) La competencia constante con la hija.
c) La intromisión constante en la vida de la hija.
d) Los vínculos “vampíricos” donde la madre vive a expensas de la hija.
e) La descalificación.
Revisemos cada una de ellas:
El abandono, la ausencia o la indiferencia de la madre en forma permanente, el olvido de sus obligaciones o el descuido impiden que se dé la “simbiosis” natural de la hija con la madre; es decir, el vínculo de intimidad, de confianza básica, de desvanecimiento de los límites personales en las primeras etapas del desarrollo humano. Gracias a ella, existe posteriormente diferenciación e individualización. Si no hay madre (real o sustituta), esa experiencia de ser amados incondicionalmente, de ser uno con otro, no existe y luego la buscamos de la peor manera, pagando el precio que nos pidan. Cabe mencionar que los motivos por lo que este abandono se dé pueden ser múltiples: depresión, trastornos psíquicos, situaciones críticas (migraciones, accidentes, pérdida de la libertad), turbulencias familiares, drogas, alcoholismo, etc., que provoquen una desconexión y la pérdida del contacto genuino o profundo.
La competencia constante con la hija, el compararse siempre con ella y demostrarle que es más inteligente, más deseable o más bella, según sea el valor que predomine en el otorgamiento del poder; reclamos incesantes, ataques a la felicidad de la hija, planteos de rivalidad con el padre, entre otros, provocan que se establezca desde la madre una polaridad de buena-mala que prevalece a lo largo de toda la relación, desencadenándose la envidia y los celos entre ambas. Asimilar esta rivalidad y envidia de la madre es difícil, no siempre se hace de forma consciente, pero, al ocupar más espacio que otros aspectos de la vida, tiene indudablemente un efecto destructivo.
La intromisión constante en la vida de la hija se da debido a que la “simbiosis” no se rompe y no se tolera que la hija cuestione o rompa con la forma en que se da la relación. Las consecuencias son el infantilismo crónico, la inmadurez. Es la madre sobre protectora, solícita hasta el aturdimiento, la que todo resuelve, hasta la mínima dificultad, fóbica a todo lo nuevo (amistades, actividades fuera del entorno más cercano, ideas). Se “desvive” por su hija; no tiene vida propia y por ello vive la de la hija. Por su parte, ésta cree no poder vivir sin la madre, la trae a su casa o vive con ella;, es exageradamente miedosa.
Paradójicamente, la hija crece y se desarrolla con la desaparición de la madre, o cuando decide expulsarla o relegarla a un rincón de su vida.
Los vínculos “vampíricos” —donde la madre vive a expensas de la hija— pueden darse porque la madre tiene a la hija de rehén escudada en una enfermedad psíquica o somática real o fantaseada. Son madres débiles, dependientes; depositan en la hija deberes o responsabilidades que ellas no asumen (cuidado de otros hijos, de enfermos, de sus padres, etc.). La capacidad de la hija se magnifica, pues desde muy temprana edad debe hacer frente a grandes problemas y situaciones, hacerse cargo de otros, mantener la organización doméstica, sostener emocionalmente a los padres. Se le culpa ante cada oportunidad de vida independiente con otra persona.
Este nivel de exigencia para la hija la priva de vivir su niñez, la convierte en modelo de vida de sacrificio y sobre adaptación, lo que provoca en ella serias afecciones psicosomáticas.
La descalificación, la crítica constante por exigencias desmedidas en diferentes áreas de desempeño (escolar, comportamiento, inteligencia, aptitudes, belleza, amistades, etc.), provocadas, la mayor parte de las veces, por la insuficiente valoración personal de la madre que se proyecta en la hija, atrofia la autoestima de la hija, haciéndola sentir insegura, poco valiosa.
Todos estos tipos de relaciones son inalienables; es decir, se dan en mayor o menor medida en el vínculo que se establece entre madre e hija; la intensidad o estereotipia de alguno de los rasgos, en el sentido de no poderlos reconocer y se impida la capacidad de cambio y evolución, hará más o menos saludable la relación.
Las “buenas historias”, haciendo referencia a Arribillaga, son aquellas que, pasando por innumerables vicisitudes de amor, aceptación, encuentros y desencuentros, logran crear condiciones de aprendizaje para ambas partes y de confianza en los propios alcances.
Para maternar se requiere de una alta capacidad de entrega, de discernimiento entre las propias vivencias y las de los hijos, de conciencia de las diferencias entre éstos y sus distintas necesidades físicas, psicológicas y espirituales. Y, aun así, se transitará siempre por situaciones donde por un lado estarán los juicios de valor cultural que nos indican cómo se es una buena madre y por el otro nuestra naturaleza humana, nuestros problemas y contradicciones, nuestros sentimientos.
Será más fácil lograr el equilibrio desarrollando nuestro sí mismo, ese sí mismo que se formó en el estrecho contacto con nuestra madre, con su amor y cuidados. Dejemos que viva lo que nos diferencia de nuestras madres sin borrar lo que nos hace semejantes a ella. Reconozcamos nuestro origen, veamos en nuestras madres a una mujer, con todo lo que ello implica, y enseñemos a nuestras hijas —si las tenemos— a vernos como tales. La relación entre madre e hija puede ser una de las más hermosas que experimentemos en nuestra vida, y es una de las más intensas, profundas y complejas del ser humano.
María del Carmen García Maza
UAEM y FAAPAUAEM